Julio C. Pacheco

Seguro que a la mayoría nos gustaría terminar nuestros días de la mejor forma posible. Dejar al señor Matusalén, por su edad, en un mero aprendiz de vividor. De momento contra ese último acto no hay remedio. Por supuesto después de una vida plena, con plenas facultades, sin achaques y dejando lo de aquí lo mejor despachado que podamos. Y como en eso de diñarla nuestra inexperiencia vital propia es total, pues ya puestos en el último trance que nos pone la vida debería ser con el menor sufrimiento posible. La vida debería ser cómo un cuento que nos permitiera poder morir de un “chungo” repentino bailando “Paquito el Chocolatero” en una verbena, pegando el polvo de nuestra vida o simplemente de un ataque de risa. Pero no, no es un cuento y la hilaridad de “la guadaña” es nula.

Hace poco falleció el doctor Montes. Luis Montes fue el centro del caso de denuncias por sedaciones terminales irregulares en el hospital público Severo Ochoa de Leganés en el 2005. Tras ser suspendido de su cargo, castigado políticamente, finalmente su caso fue sobreseído. Eterno defensor del derecho a morir dignamente. En nuestra memoria colectiva todavía recordamos -los que vimos integra la grabación- casi media hora de la horrorosa agonía de Ramón Sampedro. Poca película y una sobredosis de realidad. Y cómo ellos miles de casos, mientras valientemente miramos para otro lado esperando que no nos toque a nosotros un padecimiento insufrible o una pavorosa enfermedad de final cierto. El catálogo es largo.

Se trata de un ejercicio de libertad personal. Tú decides y así no tienes que cargar a un tercero con la responsabilidad de tu propia determinación o lo contrario. Actualmente se puede hacer el denominado testamento vital, aunque no sé si como sociedad estamos preparados para afrontar abiertamente la eutanasia activa, consensuar y ser capaces de legislar al respecto. Una de las herramientas con las que cuentan actualmente los profesionales sanitarios en España es la sedación paliativa en los casos de pacientes terminales, y ésta tampoco llega con la misma intensidad ni operatividad a todos los rincones de nuestra nación.

Que nadie se equivoque, debe de ser una decisión libre y personal, justificada por un imperativo vital fatal. Respaldada por una legislación clara y asistida por profesionales que garanticen y auxilien en todo el proceso. Debe de ser un acto de conmiseración social voluntario. Se trata, en algunos casos, de hasta alargarle el proceso vital a alguna persona -que al ser diagnosticada- decide acabar con su vida antes de que no pueda hacerlo ella misma. Se trata de no comprometer penalmente por un acto de amor y humanidad a ningún ser querido, a ningún familiar, a ningún profesional sanitario... se trata de mucho más.

Supongo que para afrontar este tema -como otros de tal importancia- se debe hacer de forma reflexionada, valiente, con grandes dosis de determinación, consenso y diálogo con los afectados y profesionales. Y con una infinita paciencia para recibir ataques de los credos religiosos que se alimentan de su ortodoxia para prohibir y castigar eternamente, para calificar de nazis, para acusar de querer acabar con enfermos, viejos y discapacitados. Los mismos a los que nunca les he escuchado la menor crítica sobre el ensañamiento terapéutico en los mismos casos. Puede que se acometa esta dramática situación o decidir dejar pendiente el asunto con eso que escuchamos no hace mucho: “No nos metamos en eso”. Espero que no quede todo en una evaluación política de lo más “adecuado” y dejar el tema en el tintero.

Independientemente del credo religioso, el ideario de cada uno y sus principios, prima la libertad individual. Ya sea para ir al séptimo cielo, condenarse eternamente, reencarnarse en lo que le toque o volver a la nada. O cómo lo definió el profesor Tierno Galván: “Emprender un viaje de destino incierto”.

Lo único bien cierto es que sea la suerte, sean los dioses, los demonios o el karma; nuestra bolita está dentro del bombo y mañana podemos ser tú o yo la persona elegida.