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Tula Fernández

Vivíamos demasiado confiados en nuestro primer gran mundo cuando de repente, y sin permiso, supimos que algo más fuerte que todo lo que habíamos construido antes para defendernos se estaba preparando para viajar entre nosotros a sus anchas. La idea de un apocalipsis biológico se extendió igualmente y a la misma velocidad por ciudades y almas y entonces el mundo se detuvo.

Los hombres y las mujeres que tenían el poder corrieron a escribir leyes que todos, sin excepción, debíamos cumplir y terminaron confesando que el encierro era la única arma defensiva y que el muro de contención no era otra cosa que la buena voluntad de las personas. El mundo se confinó y todos los ritmos se detuvieron. Los latidos del metro, del asfalto y del cielo empezaron a menguar hasta que la clausura cambió el aspecto del mundo.

En la prolongada sucesión de estos días raros descubrimos que las horas son una secuencia de minutos largos y compartidos. El mundo exterior es el balcón y el término frontera ya no tiene ningún sentido. El mal no viajaba en pateras ni saltaba vallas, como algunos vaticinaban, las guerras no las decidían los malos, como nos habían enseñado. Tres gotas de saliva han logrado detener el mundo, frenarnos a todos. Un beso amigo es más letal que el misil escondido del que llevamos décadas protegiéndonos. No deja de ser irreal que todo lo que amamos es de repente nocivo: el beso de tu hijo, el abrazo de la compañera, el apretón de manos del amigo o las lágrimas de tus viejos padres. No hay que tocarse. No hay que acercarse. Límpiate.

"Volveremos a besar y a abrazar. Usaremos de nuevo perfume y rozarse no será ilegal. Los viejos se plantarán de nuevo en los parques, como florecillas delicadas, y los niños moquearán juntos mientras vuelan libres en los columpios"

En el confinamiento las necesidades ya no son las de antes. Imperan nuevas normas. Hay que cuidar y limpiar la cueva, proteger a la familia, acopiar víveres y defenderse del mal. Poco más hacemos. Y en el devenir de las horas, esa sucesión de minutos de nuevo sonoros en nuestros oídos, descubrimos quién vive arriba y abajo. Lo escuchamos aplaudir, reír y vitorear. Y nos alegramos de que esté sano y vigoroso, porque si él lo está yo también lo estoy. Hemos entendido que la ciencia es más valiosa que la economía, que un médico vale más que un futbolista, que una mascarilla es un bien preciado y un vestido no lo es, que un bote de desinfectante no necesita de cristal labrado de diseño. En la mente de todos hemos vuelto a ser tribu y el miedo parece habernos devuelto la cordura.

Los colores infantiles gritan desde las ventanas “todo va a salir bien”. Lo haremos juntos. Volveremos a besar y a abrazar. Usaremos de nuevo perfume y rozarse no será ilegal. Los viejos se plantarán de nuevo en los parques, como florecillas delicadas, y los niños moquearán juntos mientras vuelan libres en los columpios. Ir al trabajo será un desconocido placer y la palabra barrio se revalorizará en los mercados. El apocalipsis pasará, pero no debemos olvidar lo que hayamos podido aprender, no sea que el planeta decida finalmente que el mejor destino del ser humano es regresar a la cueva.