El verano me gusta, no tanto como la Navidad, pero me gusta. No es por el calor, sino por los recuerdos de mi infancia, cuando el colegio finalizaba y tenía todo el tiempo del mundo para leer. Recuerdo cómo pasaba horas y horas inmerso en las historias de Verne, de Stevenson, de Conan Doyle, de Tolkien, en los cuentos de Horacio Quiroga sobre anacondas, tortugas y yacarés en la selva, y comics, muchos comics.

    Precisamente este ambiente veraniego me ha hecho recordar algo que me causó mucha gracia en su día de un cómic de Astérix. En clave de humor, se preguntaba por la localización exacta de la batalla de Alesia, donde Julio César derrotó a Vercingétorix en el año 52 a.c.. Todos los galos implicados mostraban una amnesia selectiva y, con un gran enfado, nadie recordaba dónde estaba Alesia ni qué había ocurrido allí. Ese afán chauvinista de negar lo ocurrido y borrar de la memoria cualquier vestigio de la derrota me hacía reír a carcajadas de niño. Esa actitud irracional y caricaturesca se me antojaba tan irreal que no imaginaba que nadie pudiera ocultar la historia de manera deliberada simplemente por prejuicios. ¡Ay, la inocencia de los niños!

    Verán, estudiar la historia es algo fascinante. El objetivo principal que se persigue con su estudio es acabar con nuestra ignorancia y entender el presente, por qué somos como somos y cuál ha sido nuestro camino hasta llegar aquí y ahora. A veces hace volar nuestra imaginación, a veces nos horroriza, a veces eleva nuestro fervor patriótico, y siempre nos causa asombro. Sin embargo existe un grave riesgo al estudiarla, un error de bulto que desvirtúa por completo las conclusiones, y es el de juzgar los hechos utilizando el filtro de nuestra sociedad actual. Eso nos vuelve a nosotros mismos víctimas de lo que pretendíamos combatir: la ignorancia. En ese sentido, es como si viésemos un pésimo documental de naturaleza en el que el narrador cuenta la maldad de un león que devora a una cría de cervatillo, o que expone la crueldad del Vesubio al arrasar Pompeya. 

    Hace más de diez años, cualquier visitante que subía a la ermita de San Antonio en Ceuta se encontraba con un enorme mástil que se erigía imponente frente al Estrecho. Muchos turistas no sabían exactamente qué era aquello, hasta que se les explicaba que perteneció a un buque, el Cañonero Dato, que cruzó el Estrecho en 1936 en una de las acciones iniciales de la Guerra civil como parte del llamado Convoy de la Victoria. Ese buque perteneció durante 28 años a la armada española, que desarrolló misiones en el Golfo de Guinea o en Alhucemas. Semejante elemento del patrimonio histórico hoy yace desmantelado y acumulando polvo en almacenes del Ejército en virtud de la Ley de la Memoria Histórica.  Todo aquel que subía a verlo no sentía que se estuviera ensalzando la Guerra Civil, simplemente descubría algo que muchos desconocían sobre ese barco, qué papel jugó en nuestra historia reciente y contemplaba el aspecto que tenía. Sin embargo, se tomó la decisión política de manipular ese recuerdo de la historia para convertirlo en algo prohibido, censurable, obsceno, y quitarlo de la vista para que ya apenas nadie pueda recordarlo. 

    Da igual que sean afroamericanos estadounidenses desfigurando una estatua de Cervantes, que sean talibanes bombardeando figuras milenarias, gobiernos dictando leyes para erradicar el recuerdo de una dictadura, o un religioso dominico quemando obras de arte sacrílegas en la Florencia del siglo XV. Destrozar esculturas gigantes de buda del siglo IV, quemar libros “prohibidos” o censurados, derribar estatuas de Colón, denostar figuras como la del Cid, Satlin o Isabel la Católica o derribar monolitos franquistas tienen todos un denominador común: sus promotores no estaban de acuerdo con los valores morales que creen que representaban, con sus propios valores morales de ese momento, o incluso de sus propios intereses políticos. El drama al que estamos asistiendo hoy en día es que miles, e incluso millones de personas en nuestro planeta tienen sus propios prejuicios hacia partes de la historia, les incomoda, quieren borrar su recuerdo, temen que esos hechos históricos sirvan de inspiración a otros y se esmeran por suprimir cualquier influencia negando, prohibiendo y destruyendo todo lo que recuerde a ello, desde saludos, a simbología, estatuas, monumentos, libros, pensamientos y cualquier otra manifestación que esos decentes nuevos censores estimen oportuna.

    Los hechos históricos son objetivos. Pueden ser contados desde distintas perspectivas, pero su existencia no cambia. Lo que es subjetivo siempre es el juicio de esos hechos. Cuando se juzga la historia lo que hacemos es darle un valor simbólico a una acción, a un libro, a un monumento, e inmediatamente pensamos que esos elementos están exaltando y glorificando el hecho histórico en sí. Eso es falso. Las pirámides, por poner un ejemplo, sí se construyeron para exaltar la figura de los faraones y emperadores, y en ellas se enterraban vivos a concubinas, esposas y esclavos. Pero ese simbolismo para sus constructores no lo tiene para nosotros y no elimina el hecho de lo que son, vestigios de una época que tuvo sus propias reglas, sus propios gobernantes, su propia forma de vivir, y desde luego para nosotros no suponen un homenaje a ninguna hombre-dios, a la esclavitud, ni a los sacrificios humanos. 

    Me causó pavor la exposición a la que asistí hace muchos años en Santillana del Mar sobre elementos de tortura de la Inquisición española. Me horroriza imaginar siquiera en la vida de sufrimiento de millones de personas en la Edad Antigua sometidas a la esclavitud, al cruel vasallaje latifundista de la Edad Media, al poder absolutista tan despiadado de la práctica totalidad de reyes y conquistadores que han existido, o al infame (y eficiente) sistema sucesorio de los reyes godos en la península ibérica basado en el regicidio constante, la mayoría de las veces a manos de familiares cercanos. Pero por mucho que me horrorice, no me atrevería a prohibir ni por un segundo la venta de una taza o una camiseta que pusiera “LOS REYES GODOS MOLAN”, o mucho menos promover en change.org una iniciativa para que todas las capillas visigodas se reconvirtieran en centros de identidad de género para una historia sostenible (y espero no estar dando ideas). 

    Igual que hace mil años pensábamos erróneamente que éramos el centro del Universo, hoy pensamos erróneamente que nuestra realidad, nuestro hoy, es el centro y referente moral de la historia de la Humanidad. Dentro de unos cuantos siglos para las futuras generaciones esta visión se revelará pretenciosa y miope. 

    Existe una presión pública, social y política para hacernos pensar de una manera concreta, para obligarnos a aceptar qué es lo correcto y qué es incorrecto no sólo en la historia, sino en casi todos los aspectos de nuestra vida. Tal vez sea hora de que dejemos nuestros prejuicios a un lado, porque la ignorancia no nos convierte en seres morales, sólo nos convierte en borregos.