Benjamin Constant, uno de los fundadores del liberalismo democrático francés afirmaba allá en el 1815 que “la intolerancia civil es tan peligrosa, más absurda y, sobre todo, más injusta que la intolerancia religiosa”. La polémica del burkini ha generado otros “debates” que nada tienen que ver con la legitimidad de obligar o prohibir a una mujer a vestirse de una determinada manera, y sí mucho con esos “lugares comunes” tan potencialmente peligrosos: nos invaden, el islam es incompatible con la democracia, la idea de salvajismo, suciedad, mal olor, sumisión, etc. Rezuman odio por todas las rendijas de ese machismo discursivo al que se refiere el sociólogo Diego Gambetta, y que no admite peros. Una opinión tajante, contundente, una verdad absoluta que no permite ni tan siquiera la posibilidad de un diálogo. Se produce una especie de escucha selectiva que acaba desvirtuando el origen del debate, generando nuevas polémicas y que termina por apuntalar definitivamente los tópicos que manejan tanto los medios de comunicación como la sociedad en general. Se produce una censura total, una sordera que imposibilita tender puentes.

Mujeres musulmanas y no musulmanas han aportado posiciones en defensa del derecho de la mujer a usar su cuerpo como le plazca. Reacciones desde movimientos civiles, culturales, confesionales y políticos se han manifestado en un debate que, desde mi humilde punto de vista, podría haber supuesto una oportunidad para reconciliar una realidad plural innegable con la percepción amplificada de defensa de “lo nuestro”. Sin embargo, estas mujeres han sido silenciadas, vapuleadas públicamente por opinar distinto, recibidas con un insultante paternalismo neocolonial que las asume como incapaces de ser personas críticas, cautivas de su propio ser. Son mujeres que se han visto pinzadas entre dos fascismos reactivos que se retroalimentan: la islamofobia y el fundamentalismo.

Su opinión no es pertinente. El debate las excluye de los movimientos feministas porque son víctimas del patriarcado por su mera adscripción confesional, admitiendo en consecuencia que el machismo, se produce única y exclusivamente en sociedades donde se halla presente el islam, convirtiendo en anécdota la brecha salarial de género que en nuestro país supera la media de la zona euro, o reduciendo a casos puntuales la lacra de la violencia de género. Ellas son las víctimas, son seres sin capacidad de decidir o pensar y hay que intervenir en pos de su libertad. Una lógica que suena mucho a la argumentación para invadir, bombardear y saquear en nombre de la democracia.

Se vuelven invisibles porque no saben lo que dicen, y no solamente ellas, sino todo ese movimiento feminista que en el mundo árabe y en Europa, se abre paso con todas las dificultadas que ello supone (de un lado y de otro), y que tú, desconocías. Se hacen más invisibles. Activistas como Sirin Sibai, Hayar Abderrahaman, Asma Lamrabet, Fatima Mernisi, Hanan Al Hroub, y otras muchas pasan a ser eso que Santiago Alba Rico denomina “unidad negativa inadmisible”, es decir, son inasumibles por su propia naturaleza. Mientras, del otro lado, son señaladas a su vez como pro-occidentales. Se las adjetiva impunemente como radicales o como colaboracionistas.

Conviene pues, también desconfiar de esos nuevos jueces que bajo el manto del laicismo pretenden imponer al otro cómo debe usar su libertad. Hay que valorar el paso al frente que están dando muchas mujeres y no sólo en el debate público mediante diferentes formas de participación, sino que hay que reconocer también a todas esas mujeres musulmanas árabes y europeas que están comprometidas con su sociedad, y que rutinariamente defienden los valores comunes, la justicia y la democracia, y todo ello haciéndolo desde la firme creencia de que con ello, también hacen islam. Sólo así, podrán/podremos salir de esa maldita pinza.