Nuestra vocación inquebrantable por la defensa de la democracia como un valor igualitario nos conduce a mostrar la máxima determinación y exigencia con nuestros cargos públicos. Nuestra defensa incondicional del principio de igualdad y de defensa del Estado del Bienestar nos hace incrementar nuestro compromiso con vigilar el cumplimiento estricto de cada línea del presupuesto de toda institución pública y la determinación en la exigencia de responsabilidades políticas. La austeridad es un valor en alza en tiempos de crisis, pero es además un valor progresista, como así lo es evitar distanciamiento con la ciudadanía y una imagen del poder que tiene que ver más con la opulencia y la autoridad que con la dignidad que otorga el honor de representar a la gente. El comportamiento totalitario que exhiben no pocos cargos, las amenazas a discrepantes, la compra de voluntades y el uso partidista e individual de los recursos públicos, incluso cuando se hace con apariencia de legalidad, no tiene cabida en nuestra vocación de servicio público y de construcción de una sociedad del bienestar útil a la ciudadanía. Erradicar esta práctica es salvar la democracia.
Y sí, se me viene a la cabeza el Reglamento de la Asamblea recientemente aprobado que, aunque ha dado algo para hablar y debatir, he visto pocas quejas públicas y casi ningún gesto visible que avale un rechazo frontal, a pesar de que los partidos de la oposición, salvo ciudadanos, lo votaran en contra. Así que, quienes respalden este documento o no hacen nada para modificarlo son los que montan en el burro de la noria dando vuelta sin cesar con rodeos y más rodeos.
Recortar en fiscalización limitando el número de intervenciones de la oposición; anular la verdadera participación ciudadana que no ha tenido ni la opción de conocer el borrador y aportar ideas sobre cómo quieren que la Asamblea gestione sus necesidades e inquietudes; saltarse la legalidad judicial y moral al incluir Viceconsejeros no electos, subir los sueldos de una manera desorbitada mientras bajan en el resto de España, profesionalizar un escaño y, sobre todo, permitir cobrar a quienes no van a los plenos , es cuanto menos denigrante para el resto de los mortales. Pero como hay que seguir creyendo en la utopía, esperaremos el día en el que quienes nos representan rindan cuentas y saquen sus agendas públicas, quizás entonces sí podamos juzgar realmente sus dietas, sus monopolios, unos privilegios a los que invito a renunciar. Mientras, habrá que acostumbrarse a que, muy a nuestro pesar, la defecación por la política aumentará.