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Antonio Gil Mellado

El pasado día 7 de octubre, se celebró la decimosegunda Jornada Mundial por el Trabajo Decente, más otros eventos se han ido celebrando en fechas posteriores con un mismo objetivo: un trabajo digno. Un loable e interminable propósito cuya perseverancia y dedicación hace necesaria mentes lucidas, capaces de tocar diferentes instrumentación y en  diferentes escenarios.

Yo creo que todo el mundo está de acuerdo en que, sólo a través del trabajo decente para todas la capas de la sociedad, se logra un espacio de convivencia adecuado para el desarrollo individual y colectivo del ser humano; por eso, no me canso de decir que “un país no logrará nunca  éxito económico, si no logra paralelamente éxito social”  pues ambos conceptos están intrínsecamente unidos. La separación de estos dos conceptos lleva, inexorablemente, a la injusticia y la explotación de los pueblos.

En este año, el lema sobre el que se ha girado en la jornada ha sido “invertir en ciudadanos para la igualdad de género”. La plenitud de derecho y género tiene una fuerte carga en nuestros días y en cualquier reivindicación que se plantee no es baladí la reiteración, por la situación imperante en todo el mundo, llamémosle, ‘civilizado’.

Sobre lo debatido en esta jornada se acuña un nuevo concepto, o nuevo escenario donde focalizar un objetivo y las repercusiones que este tendría.  Se trata de la inversión en los ciudadanos como bien público. Sobre éste se da a conocer un informe, o una tesis, diría yo, donde investigaciones atribuyen a que una inversión del 2% del Producto Interior Bruto de cada país generaría cientos de miles de empleos.

Al hilo de lo acontecido, por el desarrollo de estas jornadas, estoy convencido de que, cada día más, se hace necesaria una escala mundial de valores, un referente, una comparativa para cada país, una foto exacta y permanente de la situación en la que viven cada uno de los ciudadanos trabajadores.

Ya existen estadísticas sobre los países que violan sistemáticamente el derecho de sus ciudadanos trabajadores. Exigir la “homologación” como arma de presión generaría tensiones, malestar y no menos controversia; pero… es porque, lo que hacemos a día de hoy, me resulta totalmente insuficiente.

Por cierto, el pasado domingo observé cómo pasada la frontera, esta vez en la zona de Marruecos, una larga cola de cientos de metros la ocupaban mujeres porteadoras que esperaban pasar al  día siguiente, lunes, a Ceuta. Bueno… me ahorraré calificar lo visto. Sólo diré que se trata de ¡¡¡UNA EMERGENCIA SOCIAL!!! Seguir consintiendo lo que está ocurriendo con estas personas es de una vileza humana inaceptable.

Por favor, a ambos países, no degradéis más a los ciudadanos, no degradéis más a la especie humana. ¡A Marruecos! que acabe con esto, ¡a España! que no siga consintiendo.

A propósito, me decía mi amigo el domingo cuando regresábamos de Marruecos, que si tenía algo que ver el estado de la bandera española  que mal lucia en su mástil, con el estado de nuestra nación, yo le respondí “que no, que los girones de esa maltrecha bandera era fruto del viento y su descolorido color, fruto del tiempo”.