Nuestro modelo parlamentario arranca con la Ley de Reforma Política de 1976. En ese momento ya partimos de la base de que la democracia posible que se atisba en nuestro país se asiente sobre una Monarquía parlamentaria, donde Jefatura del Estado queda al margen de las diatribas políticas y es encarnada por un Monarca que acepta el modelo de parlamentarismo europeo de mayorías parlamentarias que sustentan a un Gobierno con potestades ejecutivas.

No fue objeto de grandes discusiones aceptar ese modelo político  en el proceso constituyente que se abre tras las elecciones de 1977, más allá de las lógicas discusiones en torno a la representatividad política y el sistema electoral, una vez asumido el modelo bicameral de Congreso de los Diputados y Senado.

Obviamente ganó un modelo de representatividad política netamente conservador donde el peso del territorio prevalece sobre el peso de la persona. De ahí que tengamos paradojas como la acaecida en las pasadas elecciones de junio de 2016 donde el Partido Popular conservó una mayoría absoluta del Senado con un porcentaje de voto que apenas superaba el 30% pero que había conseguido ya en las elecciones de diciembre de 2015 con un resultado por debajo del 30%. Para ello se da mayor peso a las provincias con un saldo netamente favorable hacia formaciones conservadoras en base a las pequeñas provincias de ambas Castillas y se da mayor peso a la concentración del voto frente a la disgregación del mismo, característica propia de la izquierda no solo en nuestro país sino en nuestro entorno europeo.

Dicho esto, el modelo ha venido funcionando como un péndulo durante 35 años donde el denominado voto útil y el adocenamiento de generaciones de españoles se enfrenta a las urnas desde parámetros acaudillados, donde los bloques son difícilmente permeables, más allá de un pequeño trasvase de votos donde el segmento del electorado está menos ideologizado y un porcentaje más o menos estable de voto nacionalista en las nacionalidades históricas.

Los partidos políticos que han conformado históricamente el bipartidismo en cierta manera colonizaron las instituciones y de alguna manera  fidelizaron al votante reclamando su voto como si de un contrato de adhesión se tratara.

Por tanto la pregunta  en primer lugar sería si el multipartidismo que ha sucedido a un bipartidismo imperfecto ha sido útil. La respuesta en principio sería que sí. Y lo sería desde la perspectiva de haber obligado a los partidos políticos a democratizar sus estructuras en consonancia con el mandato constitucional reconocido en el artículo 7. Unos más que otros desde luego, pero aquellos que no asuman esa demanda ciudadana estarán condenados a remar contra corriente.

Ahora toca la segunda parte del interrogante y es responder si ese multipartidismo sería bueno para la gobernanza de la Comunidad. En este caso la respuesta no es unívoca. Podría ser positivo el multipartidismo y lo es simplemente porque cualquier norma política destinada a regular la convivencia de una comunidad tendrá mayor durabilidad si obedece a una norma surgida del pacto entre diferentes. Una de las consecuencias de este bipartidismo que nuestras instituciones han conocido es que las normas jurídicas, algunas de ellas esenciales, se han visto frecuentemente reformadas en cuanto se producía la sucesión en el turno político, lo que sin duda genera inseguridad jurídica para los ciudadanos y en cierta manera frustración. Una norma nacida de un pacto entre desiguales poniendo en valor lo que les une tendrá sin duda mayor reconocimiento por las partes, voluntad de aplicarlas y voluntad de obedecerlas. El pacto social que recoge Rousseau se resume básicamente en eso.

Por tanto,  bienvenido sea el multipartidismo siempre que se entienda como modelo de convivencia entre ciudadanos asumiendo que en una democracia parlamentaria de representatividad proporcional no existe un derecho natural a gobernar por el mero hecho de ser el partido más votado, sino que son las mayorías que se conforman en torno a un proyecto político las que permiten sacar adelante un Gobierno y aprobar las leyes.

Por tanto, más que ante un problema, la sociedad española se encuentra ante una oportunidad histórica para democratizar la instituciones y desde luego el propio funcionamiento de los partidos políticos como principales instrumentos de participación política. A poco más de un año y medio de las elecciones generales de junio de 2016 no se debe tratar de desechar esta oportunidad que el hastío o la madurez del electorado nos ha brindado, sino de hacer de ello el basamento de un nuevo pacto de convivencia entre españoles a través de reformas políticas de peso.

España se enfrenta a grandes retos desde una perspectiva económica y territorial. La gobernanza de esos grandes retos exigirá sin dudas el concurso de todos, desde la diferencia ideológica pero sobre todo desde lo que nos une. Federalizar la estructura territorial desde el diálogo, la apuesta indudable sobre el régimen público de pensiones o reivindicar la sostenibilidad de nuestra economía desde planteamientos ecologistas son sólo un ejemplo de dichos retos.

Si el multipartidismo que ha venido a sustituir a ese bipartidismo imperfecto es perdurable en el tiempo dependerá únicamente de si resulta útil a la sociedad. Si la sociedad finalmente vislumbra que el multipartidismo únicamente conduce a paralización de instituciones, imposibilidad de alumbrar leyes o aprobar presupuestos como en definitiva está ocurriendo y por tanto es incapaz de hacer progresar a la sociedad el multipartidismo acabará diluyéndose, pero el empeño democratizador de las estructuras partidistas quedará en su haber.