14 de abril de 1981.

9.30. En pleno centro de San Sebastian el teniente retirado Oswaldo José Rodríguez acaba de entrar en el portal 62 de la calle Urbieta para dirigirse a su trabajo en el Instituto Social de las Fuerzas Armadas cuando un comando acaba con su vida a quema ropa.

11.15. Basauri. El teniente coronel retirado de la Guardia Civil Luis Cadarso es asesinado por cuatro terroristas en plena calle de la localidad situada a 8 kilómetros de Bilbao.

15.00. Usúrbil. A la salida de la factoría Moulinex el director de la misma José María Latiegui se dirige a coger su vehículo cuando es asesinado con un único proyectil disparado en la sien.

Esta es la historia de un día cualquiera en aquellos años de plomo que vivió la sociedad española en los primeros ochenta y a los que se fue acostumbrando a fuerza de telediario, imágenes y periódicos. La democracia española en el País Vasco se iba abriendo camino entre llanto sordo, pistolas, entierros clandestinos y santuarios a escasos kilómetros de nuestras fronteras. El sueño de una Euskadi libre de ataduras a España y encorsetada en una izquierda revolucionaria nacionalista legitimada por una base social indiscutible se imponía al discurso de libertades democráticas nacido del pacto del 78.

Tuvimos que vivir muchas mañanas como aquella del 14 de abril de 1981. Tuvimos que digerir la incomprensión de democracias presuntamente avanzadas que asilaban y denegaban extradiciones de terroristas. Tuvimos que rectificar soluciones parajudiciales que no solo acabaron con el terrorismo sino que además en cierta manera contribuyeron a un ejercicio de legitimidad por parte de otros.

Al final, fue la democracia y sus resortes judiciales, policiales y sociales la que acabó imponiéndose al discurso de las pistolas, la goma 2 y la escenografía cutre de las capuchas.

ETA estaba muerta desde hace años. La derrotaron los distintos Gobiernos de este país. La derrotó Tomás y Valiente desde su despacho en la Autónoma de Madrid, la derrotó Ernest Lluch retando a los seguidores de la banda en una plaza de San Sebastián conminándoles con un “Quiero que gritéis, porque mientras gritáis, no matáis. Gritad mas”, la derrotó Gregorio Ordóñez defendiendo la libertad ideológica de miles de vascos para decidir sus representantes en sus instituciones. Y la derrotamos todos soportando la agria mirada de terroristas desafiantes o llorando la muerte de un humilde concejal de Ermua tras cuarenta y ocho horas de angustia.

Por eso el comunicado de ETA anunciando su disolución no deja de ser un epílogo a esa escenografía cutre que se impuso a lo largo de tantos años en nuestras retinas. La pretensión de ganar la historia es tan estéril que no merece ni ser cuestionada. La historia objetiva, la de verdad, se hace sin apasionamiento, desde la razón y en ese punto no hace falta ser muy hábil para saber que esa historia la tienen perdida. ETA ya dejó de hacer sufrir y ese es un hecho incuestionable. Nuestra vida es mejor sin que miles de personas tengan que mirar debajo de un coche cada mañana y eso debemos celebrarlo. Las discrepancias en Euskadi se resuelven bajo el mandato de las urnas y los rescoldos no dejan de ser vestigios de una cruel hoguera que ha languidecido hasta apagarse definitivamente.