Nuestras madres y padres cuentan, no sin gran nostalgia, que cuando llegaba el fin de semana, tras dejarse el lomo en la obra o tras untarse las manos de cremas para recuperar la suavidad que la piel había perdido por culpa de los productos de limpieza, se preparaban con sus mejores ropas para ir al cine de barrio: el “Avenida” o el “Gran Terramar”, ambos en el campo exterior. Eran también muy conocidas las tapas de ensaladilla rusa que en el popular bar del cine Astoria, en el barrio de Jadú, se podían disfrutar. En la actualidad, esos cines de barrio y esas “tapas” han dado paso a un gran comercial de productos fabricados en China y un buen puñado de carnicerías que, a la par, hacen de ultramarinos para no dejar escapar cliente alguno. El ocio ha sido reemplazado por productos baratos y productos de primera necesidad a granel.

Lo que parece una simple anécdota nos dibuja los cambios en nuestra ciudad en los últimos 40 años, constituyendo todo un testimonio de lo que ocurre en tantas ciudades del mundo que, en su desarrollo, van a su vez generando espacios y comunidades aisladas y limitando territorios en función de las clases sociales.

Ceuta ha ido desarrollando grandes espacios modernos en el centro, construcciones verticales muy vanguardistas y toda una inercia de locales comerciales que construyen una gran columna vertebral del poder económico local gracias a la Calle Real, Calle Camoens, Plaza de los Reyes, Paseo del Revellín y Gran Vía. Pero, este crecimiento, también ha ido embolsando a comunidades que en el boom de la obra a principios de los setenta se dedicaban a trabajar en la construcción (en condiciones en la mayoría de las veces precarias) o en el servicio doméstico. Hombres y mujeres que produjeron sus propios espacios donde vivir, cerca de su trabajo pero, claro está. en lugares donde visualmente no molestasen. La clase obrera sólo ha sido requerida históricamente para aportar el único recurso que posee: su fuerza de trabajo.

Al valor del suelo como causa tradicional que limita a las personas de bajos ingresos y les empuja a buscar otras alternativas, generalmente en la periferia, hay que sumarle otros aspectos sociales y culturales que quedan soslayados por la diferencia de renta. Hay que recordar que la población ceutí musulmana, en su mayoría, no podía comprar una vivienda y que, también en la mayoría de los casos, no tenía ni reconocido su estatus de ciudadanía. Era en consecuencia normal que se fueran generando bolsas aisladas conformadas por las clases subalternas que, a la postre, coincidiría con un proceso de racialización que nos explica la actual situación de las barriadas en la periferia, y que, digámoslo también, ha evitado que la clase trabajadora permaneciera unida en sus reivindicaciones.

“El Recinto” en un extremo y “el Príncipe” en otro han sido paradigmas de esas vidas aisladas en comunidades bien diferenciadas. Muchos hijos de esos obreros hemos pasado a ser hijos de la periferia, entendiendo periferia no como espacio geográfico (que también) sino, sobre todo, como estado social. Siendo los herederos directos de lo que sería un trabajo garantizado por la construcción, al desaparecer éste, nos hemos visto arrastrados por el desempleo, la pobreza y la segregación social. En la periferia hay más jóvenes, pero vivimos menos. En la periferia somos muchos, pero hay menos espacio y el hacinamiento es una realidad. Todos vamos al colegio, pero muy pocos terminamos estudios superiores, y, claro está, no gozamos de un lugar importante en esa distribución diferencial del trabajo que no sólo nos condena a una delimitación geográfica determinada, sino que nos coloca en una subclase distinta dentro de lo que fue alguna vez la clase trabajadora ceutí.

Que Ceuta es la ciudad de las desigualdades no es una opinión; es un hecho. Una ciudad de poco más de 80.000 habitantes cuyo 40% de la población vive en los umbrales de pobreza da muestra de esta realidad. Pero más contundente es la conclusión del estudio sobre las desigualdades que realizó la Consejería de Asuntos Sociales, donde se indica que en nuestra ciudad existen dos bolsas poblacionales idénticas en peso, pero económicamente opuestas. Una bolsa que vive bien y otra que simplemente sobrevive.

Dos Ceutas, dos realidades. Un dato oficial que ha recibido muy poca relevancia pública porque ello implicaría constatar que las últimas dos décadas, coincidentes con el Gobierno local más longevo, el del Partido Popular de Vivas, ha apuntalado la desigualdad como modelo de crecimiento. El disfrute de unos a costa de otros a los que, más allá de no rescatar, se criminaliza mediante “informes técnicos” que buscan explicaciones en la propia “naturaleza” de los desheredados, de las víctimas.

Y la propaganda, por desgracia, cala. Así, el centro y la periferia generan cosmovisiones antagónicas. Mientras en la periferia la sensación de hastío y abandono va generando perdedores radicales, el centro eleva a mentira toda noticia sobre la miseria y la pobreza de esta ciudad indolente. Es su forma de negar que su opulencia se ha sustentando desde siempre en las desigualdades y sobre una gran masa de residuos humanos que, alguna vez, fueron útiles para sus fines. Es una reacción muy humana; desplazar las culpas hacia otro punto.

No hace falta ser un lince para percatarse de que la conflictividad social es sólo cuestión de tiempo. Ninguna sociedad puede mantener eternamente a la mitad de sus miembros bajo una situación de humillación permanente. Es por ello que la priorización de las políticas sociales y la lucha contra las desigualdades es ser un imperativo político (y moral). Sin embargo, el gobierno sigue empeñado en gastar donde no hace falta, en adornar lo ya adornado y en insultar a los que nada tienen cuando se exige que los nueve millones de euros de la Gran Vía se inviertan en generación de empleo y rescate ciudadano. Partido Popular en estado puro.