No es hasta la década de los ochenta cuando se producen lo que, personalmente, me empeño en denominar, “procesos de ciudadanía”. Me refiero a ese momento histórico  denominado popularmente como “entrega de nacionalidades”, expresión que rechazo al considerar que pretende marcar, negativamente, un antes y un después en la vida social y política de nuestra ciudad, señalando, de forma consciente, un nuevo “ellos” conformado por un número importante de ceutíes que vivían en una perfecta armonía (siempre desde la perspectiva dominadora) y que, de repente y sin venir a cuento, comienzan a “alborotar” y a exigir determinados derechos. Nos encontramos así ante un grupo de ciudadanos que emprenden un proceso de emancipación social y política que será visto con recelo y bajo la eterna sospecha de un plan secreto para destruir Ceuta. La temida “invasión” comienza a hacerse realidad.

Nos encontramos así ante un grupo de ciudadanos que emprenden un proceso de emancipación social y política que será visto con recelo y bajo la eterna sospecha de un plan secreto para destruir Ceuta. La temida “invasión” comienza a hacerse realidad.

Lo que debió haber sido un momento de reconciliación y construcción de una nueva sociedad acorde a los aires renovados que nos proponía la recuperación de un sistema democrático equiparable al espacio europeo del que empezábamos a formar parte, supuso, sin embargo, la primera gran fractura de nuestra sociedad post-ciudadanía, consecuencia del temor de determinados sectores políticos y económicos a perder poder. Más allá de un alegato en contra de nadie, lo que pretendo es contextualizar y entender uno de los momentos más vergonzantes de nuestra historia reciente.

Fue ese temor infundado hacia quienes comenzaban a ser considerados ciudadanos lo que propició que se llevaran a cabo unas instrucciones políticas con el objeto de borrar la identidad individual y colectiva de miles de vecinos y vecinas.

Fue ese temor infundado hacia quienes comenzaban a ser considerados ciudadanos lo que propició que se llevaran a cabo unas instrucciones políticas con el objeto de borrar la identidad individual y colectiva de miles de vecinos y vecinas. Durante tal proceso nebuloso, difuso e inconcluso, muchos de los ceutíes de confesión musulmana perdimos nuestros apellidos. Los perdimos nosotros y toda nuestra descendencia. Quedamos sin historia, fuera de lugar, afianzándose en nosotros la imagen de elemento extraño. Nuestros patronímicos fueron sustituidos por los nombres de nuestros padres y por los de nuestros abuelos. Tres nombres tenemos en vez de dos apellidos. No es una cuestión baladí. Hablamos de la amputación sistemática de nuestra identidad cultural, de nuestros sentimientos más íntimos, de la eliminación de nuestros lazos comunitarios.

A los soldados de Regulares y los obreros que levantaron Ceuta al margen de cualquier sistema de garantía laboral se les requería por sus nombres y apellidos originales. Fue al calor de esa democracia y dentro de esos procesos de regularización de la realidad cuando, curiosamente, perdieron lo más íntimo.

Algunos casos fueron lacerantes. En el Poblado de Regulares viven muchos de los descendientes de ceutíes que formaron parte del ejército regular al servicio del Régimen franquista. Pues bien, en esa condición de soldado, en sus diversas identificaciones previas a los procesos de los ochenta, se referían a estas personas por sus nombres y apellidos originales. Sin embargo, con la llegada de la democracia, sus apellidos fueron borrados. Tal vez en un intento de borrar una infame historia de instrumentalización y dominación de unas gentes que sólo deseaban sacar adelante a sus familias y que acabaron en un frente que no solamente desconocían, sino que nunca debió ser el suyo.

Otra buena referencia es lo que sucedió con esos miles de ceutíes musulmanes que participaron en el crecimiento urbanístico de la ciudad trabajando en las distintas obras de envergadura de nuestra ciudad (Plaza de los Reyes, viviendas sociales de Juan Carlos I, Erquicia y Los Rosales, restauración del Ángulo, asfaltado y calles, terrenos ganados al mar, etc). Trabajaron arduamente y, en muchas ocasiones, al margen de cualquier sistema de garantía laboral y/o cobertura social.  No obstante, se les requería por sus nombres y apellidos originales. Fue al calor de esa democracia y dentro de esos procesos de regularización de la realidad cuando, curiosamente, perdieron lo más íntimo.

La recuperación de los apellidos del colectivo musulmán es, en consecuencia, un paso siguiente para la reparación histórica con respecto a un colectivo que se ha visto agraviado en su identidad: españoles de confesión musulmana que también participaron en la construcción de nuestra sociedad. Pero lo más importante de esta iniciativa es que, de salir adelante, nos sirve también para enmendar todo lo que se hizo mal durante el proceso llevado a cabo en los años ochenta. Tenemos la oportunidad de corregir el pasado y encontrar un verdadero punto de encuentro y reconciliación colectiva. Estar en contra de ello o ponerse de perfil sólo evidencia prejuicio y/o mediocridad.