- En 1978 los españoles votamos en referéndum la Constitución por la que nos hemos venido gobernando desde hace casi 37 años.

Un período tan largo como lo fue el franquismo. Eso que algunos llamaban el Régimen del 18 de Julio y otros llamábamos la dictadura o, en clave de humor, los “forrenta” años, por las posibilidades que ofreció a los jerifaltes del régimen de forrarse a costa de todos los españoles, saqueando sin misericordia el país que consideraban su botín de guerra.

Uno de los pilares del franquismo, para asegurarse su continuidad, incluso tras la muerte del dictador, fue la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado, aprobada en un referéndum tan falso como la propia democracia orgánica del régimen, mediante la cual se establecía que el sucesor del “invicto caudillo” sería designado por él mismo. Años más tarde, eligió como tal a Juan Carlos de Borbón, nombrado sucesor a título de rey.

Muerto el dictador, se cumplen sus previsiones y el nuevo rey, saltándose la legitimidad dinástica, pero cumpliendo la voluntad de Franco, es proclamado ante las Cortes Generales. Así quedaba todo atado y bien atado, como pretendía el general.

Hasta 1977, durante casi dos años, el nuevo jefe del Estado gobierna con sujeción a las leyes fundamentales del Movimiento. La ley para la Reforma Política, que por primera vez desde la República permitía la elección de representantes por sufragio universal, supuso la demolición controlada del régimen franquista.

Las Cortes nacidas de las elecciones celebradas con arreglo a esa ley, en junio de 1977, sin ser expresamente constituyentes, elaboran una constitución cuyo texto final fue sometido a referéndum.

El proceso de elaboración de esa constitución fue laborioso y se mantuvo casi en secreto. Lo que se nos permitió votar a los ciudadanos fue un paquete completo. Era un todo o nada. No nos ofrecieron la posibilidad de votar por separado cada uno de los aspectos fundamentales del texto constitucional. Si rechazábamos la monarquía como forma política del Estado, estábamos rechazando también los derechos fundamentales, tanto tiempo conculcados.

El resultado fue una constitución que perpetuaba la voluntad de Franco en cuanto a la elección de su sucesor. El jefe del Estado era el mismísimo Juan Carlos de Borbón que había sido designado por el dictador. Además, su persona quedaba exenta de todo tipo de responsabilidad. Se le concedía licencia para matar o para robar, si quisiera. Cualesquiera que fueran sus actos, no debería responder por ellos ante nadie.

A partir de ese momento empieza a elaborarse una leyenda sobre el papel del Rey como artífice de la apertura democrática en España. Se le presenta ante la opinión pública como el buen rey que nos regala las libertades que nos habían sido arrebatadas por los militares golpistas.

La realidad es que, aunque el dictador murió en la cama, las libertades fueron conquistadas por el pueblo español en un proceso de movilización permanente, exigiendo amnistía y libertad, que hizo tambalearse los pilares del viejo régimen y que le obligó a reformarse antes de desaparecer para siempre.

Los franquistas de toda la vida, entre ellos Juan Carlos de Borbón, se reciclaron rápidamente en demócratas defensores de las libertades y los derechos humanos. Una ola de travestismo político sacudió la sociedad española, hasta el punto de que un ministro franquista como Manuel Fraga se presentaba como paladín de la democracia.

Al necesario lavado de imagen del Jefe del Estado se sumaron tanto las fuerzas políticas herederas del viejo régimen como los medios de comunicación auspiciados por ellas o los de nuevo cuño, conformes con el nuevo estatus quo del país, que se sentían cómodos en el papel de cortesanos, aduladores y turiferarios del monarca. A cambio de esta complicidad fueron muchos los favores y prebendas recibidos del aparato del Estado.

De esta forma se fue acuñando una imagen falsa de Juan Carlos de Borbón que tiene su punto culminante en su supuesto papel de defensor del Estado democrático durante el golpe de Estado del 23-F. Ahí se forja un mito, aunque su papel en esos hechos siga siendo controvertido. Junto a los que ensalzan su actuación como jefe supremo de las Fuerzas Armadas, están quienes sostienen que el verdadero instigador del golpe fue él y que quienes lo pararon fueron sus colaboradores más íntimos, como Sabino Fernández Campos. La verdad nunca la sabremos, o por lo menos tardaremos mucho en saberla, pero puestos a creer yo doy mucha más credibilidad a la supuesta ficción que nos presenta Jordi Évole en su “Operación Palace” que a la versión oficial que nos han contado hasta ahora.

El procesamiento de Diego Torres y de su socio Iñaqui Urdangarín, yerno del monarca, ha permitido el afloramiento de testimonios que afirman que el marido de la infanta no hacía más que seguir la senda que le marcaba su suegro, de quien seguía el ejemplo. Todo era cuestión de estar en el lugar apropiado en el momento preciso y de conocer a la gente influyente que podía hacerte ganar dinero sin ningún esfuerzo. Siendo de la familia se podía vivir cómodamente de las comisiones e, incluso, amasar una fortuna.

El periodista e investigador Jesús Cacho lleva años denunciando la codicia que ha caracterizado la actuación del rey Juan Carlos. Cómo ha pasado de ser uno de los monarcas más pobres de Europa a ser una de las mayores fortunas del mundo. Todo ha sido convenientemente silenciado pero nadie se ha querellado contra él ni han sido desmentidas sus acusaciones.

La apresurada abdicación del año pasado, resuelta por una ley orgánica que otorga la corona a su heredero Felipe, no ha sido suficientemente aclarada ni se conocen sus verdaderos motivos. La impresión es que se hace para evitar el descrédito de la institución monárquica, ante la imposibilidad de seguir ocultando los escándalos destapados.

La propia existencia de la monarquía no deja de ser un anacronismo en el siglo XXI. El hecho de que se transmita la jefatura del Estado como si se tratase de una finca particular es contrario al principio de soberanía popular. Solo el papel de símbolo que atribuía la norma fundamental a esa institución podría justificar su permanencia, pero cuando los símbolos pierden su esencia dejan de ser útiles.

El nuevo rey y su esposa morganática son sucesores de una dinastía apoyada por la dictadura que gobernó España como un cuartel. Su legitimidad nace de una constitución que hace mucho que cumplió su papel. La transición terminará el día que de verdad nos dejen elegir la forma en que queremos construir el futuro de nuestro país y la decisión sobre la jefatura del Estado es fundamental.

En el horizonte se vislumbra ya la Tercera República. Mientras llega seguiré recordando aquella vieja canción: “Si tu padre quiere un rey, la baraja tiene cuatro”.