El primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, ha expresado su honda preocupación y rechazo por el acuerdo de Lausana, alcanzado el pasado 2 de abril, entre Irán y las cinco potencias miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, más Alemania, que permite la continuidad del programa nuclear iraní y levanta el embargo y sanciones impuestas al régimen de los ayatolás por su negativa a suspender sus planes para desarrollar tecnología nuclear.

Parece lógica la preocupación de Netanyahu ante la posibilidad de que un enemigo declarado del estado de Israel pueda conseguir armas de destrucción masiva para atacar a su país y cumplir las amenazas del expresidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, de borrar a Israel del mapa y aniquilar al estado judío.

Las raíces del conflicto árabe-israelí son aún más profundas que la propia existencia del estado de Israel. Los derechos que pueden esgrimir ambas partes son tan legítimos que resulta difícil tomar partido en este litigio sin riesgo de equivocarse o cometer injusticia, pero hay una serie de hechos históricos que, objetivamente, son innegables.

En primer lugar, el pueblo judío existe como tal, como nación, desde hace miles de años. Desde que en el año 70, las legiones romanas del emperador Vespasiano destruyeran el templo y dispersaran a los supervivientes hebreos por el mundo, en un exilio de miles de años, conocido como la diáspora, el pueblo judío fue una nación sin tierra.

Su propio credo religioso, contrario a la mezcla racial con otros pueblos, a los que llamaban gentiles, les permitió permanecer unidos como nación a pesar de carecer de territorio.

Sin embargo, lo que pudo ser una virtud, también fue su condena. El hecho de ser una comunidad distinta y distinguible, enquistada en tierra extraña, les hizo acreedores desde el principio de su exilio al odio y al rechazo de los habitantes de los territorios en los que se asentaron.

La historia está llena de hechos que prueban el odio a los judíos. Los libelos de sangre; las persecuciones durante las Cruzadas; la expulsión de España, Sefarad para los judíos, por los Reyes Católicos en 1492; los pogromos, o linchamientos multitudinarios en Rusia y otros países de la Europa oriental y el Holocausto nazi, no son más que ejemplos de lo que ha sido la persecución sufrida por el pueblo judío durante los más de dieciocho siglos de la diáspora.

A pesar de ser un pueblo sin tierra, los judíos siempre han mantenido su voluntad de reunificación. De volver a la tierra de la que fueron expulsados. Israel, Palestina, Judea, o como quieran llamarla, ha sido siempre su patria añorada. De hecho, la celebración de la Pascua judía, termina siempre con una oración que dice: “El año que viene, en Jerusalén”, como expresión del anhelo del pueblo judío de recuperar su patria expoliada.

El problema surge cuando tras la dispersión impuesta por Roma. El territorio vacío se llena con nuevos pobladores. Hasta el 636 permanece en poder del Imperio Bizantino, el Califa Omar conquista la ciudad para el Islam, en el 1099 es reconquistada para la cristiandad por los cruzados, nuevamente reconquistada para el Islam por Saladino, en poder del Imperio Otomano hasta 1916 y administrada por el Imperio Británico hasta 1947. Durante ese largo período histórico pequeños núcleos de judíos volvieron a reinstalarse en lo que siempre consideraron su patria. Vivían casi en la clandestinidad pero conviviendo pacíficamente con árabes y cristianos que también habitaban el mismo territorio.

Durante el dominio británico, la inmigración de judíos en la zona, a pesar de las trabas impuestas por los administradores del territorio, se intensifica notablemente. Tras el final de la II Guerra Mundial, la simpatía por la causa sionista crece en el mundo. Parece como si la restitución de su patria perdida fuese una indemnización de guerra por el terrible sufrimiento padecido en el Holocausto. Lo cierto es que en 1947 la Asamblea General de la ONU aprueba la partición del territorio de Palestina y la creación del estado independiente de Israel. De esa forma, el pueblo judío, con la legitimidad que le otorgaba el respaldo de la comunidad internacional, recuperaba su patria, su tierra prometida.

La existencia del estado de Israel no suponía la expulsión del territorio de quienes no fuesen de religión judía ni conllevaba ningún proceso de limpieza étnica pero, desde el primer momento, el nuevo estado tuvo que enfrentarse a la invasión de su territorio por parte de tropas de todos los países limítrofes, Líbano, Siria, Irak, Jordania y Egipto, apoyados por voluntarios libios, saudíes y yemeníes, cuyo objetivo era la destrucción del estado de Israel y la aniquilación del pueblo judío.

La historia reciente es de todos conocida. Un conflicto enconado que dura ya casi 70 años en los que Israel, en respuesta a las agresiones sufridas, conquistó territorios que aún permanecen en su poder aunque también ha demostrado que es capaz de cambiar paz por territorios, como probó con la devolución de la península del Sinaí y por ende de la orilla este del canal de Suez a Egipto.

A pesar de la legitimidad que asiste a la causa israelí, la desproporción en el uso de la fuerza que ha ejercido contra el terrorismo palestino ha empañado lo que era un derecho legítimo a la autodefensa. Los bombardeos de posiciones civiles, con el pretexto de combatir a terroristas, no pueden ser justificados desde ningún punto de vista. Las atrocidades cometidas en los territorios administrados por la Autoridad Palestina repugnan a cualquier persona de buena voluntad. Deben ser rechazados sin ningún tipo de paliativos. Israel tiene derecho a defenderse pero respetando los más elementales derechos humanos y esos han sido violados en muchas ocasiones so pretexto de garantizar la seguridad de sus ciudadanos.

La solución del conflicto árabe israelí solo podrá producirse si de una parte se reconoce el derecho a existir de Israel y de la otra la necesidad de convivir pacíficamente con sus vecinos y, especialmente, con el pueblo palestino y el reconocimiento de este como estado independiente.

Ya es tiempo de dejar que los muertos de un lado entierren a los muertos del otro y de construir un futuro de paz y de esperanza para esa zona en particular y para el mundo en general. El desarrollo del programa nuclear del régimen iraní parece que no contribuye, precisamente, a la distensión.

Comprendo los recelos del gobierno israelí porque yo creo firmemente en el derecho a existir de Israel. Creo que se lo ha ganado a pulso a lo largo de la historia.