La primera vez que aparece el término Corte de los Milagros en la literatura, se debe a la pluma de Victor Hugo. En su obra Notre Dame de Paris, aquella en la que el protagonista era el jorobado Quasimodo, relata la existencia de un lugar, habitado por mendigos, ladrones y prostitutas, en el que se reunían por la noche los tullidos, que durante el día pedían limosna y que, una vez en la Corte, recuperaban milagrosamente la salud.

Más tarde empleó el mismo término mi abuelo don Ramón para dar título a una de sus obras, enmarcada en la trilogía El Ruedo Ibérico. Un intento inacabado de relatar, en clave novelesca aunque basado en la realidad, un período de la Historia de España caracterizado por la decadencia y la corrupción.

En esa Corte de los Milagros se narran las miserias e intrigas del reinado de Isabel II. Una reina inepta, incompetente y degenerada que se rodeó de una camarilla de intrigantes, aduladores, inútiles, corruptos y holgazanes. Su nefasto reinado terminó con la explosión de la Revolución de 1868: La Gloriosa.

El gobierno de Vivas se ha convertido en una nueva Corte de los Milagros. Una tropa de asesores; coordinadores; gerentes; consejeros; viceconsejeros; jefes de gabinete y otros portaestandartes de la gloria de presidente, sin ningún merito ni capacidad, pululan por las dependencias municipales a la caza y captura de una nómina tan inmerecida como abultada.

El efecto taumatúrgico de la corte de Vivas hace que ineptos sin formación ni experiencia profesional alguna se conviertan por obra y gracia del presidente en gestores de presupuestos; responsables de la ejecución de obras o asuntos públicos y hasta representantes de la ciudad ante instituciones nacionales o internacionales.

La degeneración de este gobierno ha tenido episodios esperpénticos. Dimisión forzada del vicepresidente por un escándalo de carácter sexual; cese del consejero de gobernación por supuesta malversación de fondos; dimisión también forzada de la consejera de asuntos sociales por su intervención en el Senado; misteriosa desaparición de viviendas y plazas de garaje de una promoción de viviendas públicas; adquisición de mobiliario protegido por derechos de autor a una empresa vinculada al jefe del gabinete del presidente; intento de cambio de uso de la manzana del Revellín, frenado por los tribunales; y un largo etcétera que podría ocupar toda la extensión que se me concede para este artículo.

Pero no son sólo los miembros del gobierno u otros cargos públicos de menor rango los únicos actores de este sórdido tinglado. Hay otros protagonistas que dirigen la tramoya. Son los verdaderos amos del negocio. Los que mandan de verdad. Los que dan las órdenes que obedece el presidente. Entre ellos, empresarios de medios de comunicación; directores o gerentes de empresas constructoras; presidentes de navieras… En definitiva, lo que siempre se han llamado poderes fácticos. Antes eran la Iglesia y el Ejército. Ahora son los que están en el taco, por decirlo en román paladino. La regeneración ética del gobierno de la ciudad se ha convertido en una necesidad ineludible e inaplazable. El hecho de que en puestos clave del gobierno de Vivas figuren personas procedentes del gilismo es toda una declaración de principios.

El GIL no era más que una organización mafiosa, creada por un mafioso, Jesús Gil, para saquear las instituciones a las que pudiera llegar no solo con el voto, sino con el aplauso, de muchos ciudadanos.

La presidencia de Vivas tiene su origen en la deserción de miembros de aquella organización corrupta, no por convicción moral de la indecencia que suponía militar en ella sino con la intención de alargar su carrera política, pasándose a las filas del rival cuando el capo que mantenía la cohesión del grupo con puño de hierro ya había caído en desgracia.

Ya quedan menos de tres meses para que los vecinos y vecinas de Ceuta, ciudadanos con derecho a voto, decidan si quieren seguir alimentando a esta fauna que constituye nuestra particular Corte de los Milagros o si, por el contrario, el nivel de hastío e indignación ha llegado al límite de lo soportable y, en consecuencia, ha llegado la hora del cambio. Si esa hora llega, sería una hora gloriosa.