Las peripecias judiciales en el caso del presunto pirata del «Alakrana» Abdu Willy han enrarecido todavía más la crisis desatada por el secuestro del atunero español, del que se cumple la tercera semana. Que los juzgados de la Audiencia Nacional y el de Menores se pasen la pelota en este asunto a cuenta de las dudas sobre la mayoría de edad del arrestado ha supuesto un espectáculo que debe acabar. La imagen que está dando la Justicia no es la que todos desearíamos, pero también es cierto que la discutida decisión de traer a España a estos supuestos delincuentes, ordenada por Garzón, estaba llamada a propiciar tensiones jurídicas derivadas de un proceso complejo. Estas idas y venidas han alimentado la sensación de improvisación que rodea el tratamiento oficial del secuestro y, de paso, la desazón de las familias, que no entienden casi nada y con razón. A día de hoy, la realidad es que los 36 tripulantes del atunero español continúan en manos de unos delincuentes, que exigen, además del rescate, la liberación de los dos miembros de la banda que están en Madrid. Los familiares de los tripulantes intentaron ayer remover algún que otro ánimo político y social con la concentración en Bermeo, donde estuvieron presentes los partidos vascos. Veremos con qué éxito. Sin duda, la máxima prioridad de los poderes públicos debe ser la integridad de los secuestrados, aunque están obligados a tener en cuenta otras variantes de un problema en el que están en juego la imagen del país, la seguridad futura de los barcos españoles que faenan por aquellas aguas y el cumplimiento del Derecho nacional y del internacional. De momento, la actuación del Gobierno está transmitiendo imprevisión y desorientación en una crisis en la que parece ir a remolque, sin ser capaz de marcar los tiempos. Cabe preguntarse hoy hasta cuándo está dispuesto a esperar el Ejecutivo, mientras los secuestradores amenazan la vida de nuestros compatriotas y se desgasta la imagen internacional del país sin que se produzcan avances aparentes. Descartada desde un primer momento la intervención armada para liberar a los tripulantes por una decisión política, entrar en el juego del chantaje de unos delincuentes, del pago de un rescate, es una salida a la encrucijada, pero no podemos compartir que sea la mejor ni la única. Hablamos, en todo caso, de un mal necesario, que debe obligar al Gobierno a actuaciones posteriores que disuadan a los piratas de la región de intentar nuevas acciones contra barcos españoles. Nos parece conveniente que se articule un protocolo consensuado por todos los implicados que determine los pasos a seguir en crisis de este tipo y que configure, en suma, un campo de acción y unas reglas de intervención. En ese catálogo de decisiones entra la de incluir el delito de piratería en el Código Penal, hasta ahora inexistente en nuestro ordenamiento jurídico. Se evitarían así, por ejemplo, los problemas que pueden darse en el procesamiento de los dos somalíes detenidos. En esa dinámica de compromisos, creemos muy positivo el acuerdo alcanzado ayer sobre seguridad privada y armamento de guerra en los barcos, que debe poner punto final al debate sobre la presencia de militares españoles a bordo.
Entendemos que la conciliación entre la suerte de los marineros, los procedimientos del Estado de Derecho y el deber del Gobierno de preservar la autoridad y la integridad del país frente a la extorsión requiere de un equilibrio delicado. Pero hay que tomar decisiones y éstas deben deparar una solución digna que garantice la seguridad de los secuestrados sin que España se doblegue al chantaje.