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Bretón, el enigma de la «mirada perdida»

«Les invito a cenar, agentes», espetó José Bretón, en uno de sus escasos monólogos. Después de pasar más de veinticuatro horas con el padre de Ruth y José, los dos niños desaparecidos en Córdoba los policías seguían sin dar crédito. Llevaban con él todo el día en la finca de «Las Queadillas» rastreando con perros de la Unidad Canina, con un despliegue de funcionarios de la Policía Científica, a punto de que llegara el geo-radar para seguir peinando la zona y Bretón, sin inmutarse, se acordaba de la cena. Desde que empezaron a hablar con él, poco después de que denunciara la desaparición de sus...

El enigma de Puyol

Como el fútbol ya es casi una trinchera, silenciados los protagonistas porque nadie quiere que se difumine el mensaje, se bucea en las redes sociales para exprimir al máximo la frase del protagonista de turno, tan recurrentes como arriesgadas para según qué. Carles Puyol lleva casi tres meses sin jugar al fútbol y apenas hay noticias sobre él, tan mudo el entorno como el propio jugador, ya que ni actualiza su estado cuando antes era una tradición diaria. Del «hoy puede ser un gran día» del 21 de febrero, frase extraída de su Twitter porque entonces todo iba como la seda, al enigmático «sabemo...

El enigma de Marta

La casa fue limpiada a conciencia. Cuando algunos amigos de Marta del Castillo, alarmados por su extraña desaparición, acudieron en su busca a la vivienda de su ex novio Miguel Carcaño, detectaron un penetrante olor a lejía y amoniaco. Como si alguien hubiese empleado esos productos con largueza. Semanas más tarde, cuando la policía tuvo la convicción de que la chica había sido asesinada, los expertos de la Policía Científica dejaron el piso a oscuras, impregnaron el suelo del dormitorio con luminol y surgió como por ensalmo una gran mancha fosforescente, señal inequívoca de que allí había habido sangre.

Menorca: el enigma de las piedras

Nunca me he sentido «tan en una isla» como en Menorca. Y no me refiero a sufrir la típica sensación de limitación espacial, que algunos incluso califican como claustrofóbica, sino al hecho de tener la certeza de estar rodeados de mar y, si me apuran, a merced de él. No entendí cuál era el motivo de esta impresión hasta que, llegada la noche, comprendí que la ausencia casi absoluta de montañas  –el principal rasgo diferencial con sus hermanas baleares– era lo que provocaba la ensoñación de que cielo y agua se funden en uno solo y que la isla levita, y nosotros con ella, entre dos mares, uno salado y profundo, el otro infinito y cuajado de estrellas.


Objeto de deseo

Antes de iniciar mi viaje, la mayor parte de la información que había recabado en guías y páginas web hacía hincapié, sobre todo, en la cantidad y calidad de las calas que salpican los 216 kilómetros de litoral que tiene Menorca. Pero yo intuía que un lugar que desde la antigüedad fue objeto de deseo de fenicios, griegos, romanos, cartagineses, árabes, turcos, ingleses y franceses tenía que guardar más y mayores tesoros.
La primera constatación de esta realidad la obtuve en Mahón, mientras navegaba por los cinco kilómetros de su dársena, y al enterarme de que, si no fuera poco su impresionante longitud, también es el segundo puerto natural más profundo del mundo, sólo superado por el de Pearl Harbor. Pasear por las calles de Mahón-Maó, como allí gusta llamarle, es entender su pasado colonialista británico, que la llevó a ser nombrada, a principios del siglo XVIII, capital de la isla, en detrimento de Ciudadela. No podemos decir que Mahón sea una ciudad monumental; pese a ello, ese aire colonial tan acusado –apreciable en muchas fachadas adornadas con balcones y ventanas de guillotina– le confieren un aspecto elegante y distinguido que contagia al carácter de sus vecinos.
En la isla me cuentan que pocas ciudades tan próximas como Mahón y Ciudadela se han sentido tan lejanas. Los escasos 50 Km que las separan se hacen inmensos si atendemos a una rivalidad atávica que llegó hasta el punto de no prestarse auxilio mutuo en sendos saqueos por parte de piratas. En Ciudadela –Ciutadella, en menorquín– sí encontramos ese carácter monumental que echamos en falta en Mahón y que le ha hecho ser merecedora del título de Monumento Histórico-Artístico, gracias a sus numerosas casas palacio y a joyas como la catedral gótica, plagada de inquietantes gárgolas. Si Mahón representa el triunfo de la clase media y la apuesta por el comercio y la modernidad, Ciudadela se aferra a un pasado esplendoroso y aristocrático cargado de tradiciones centenarias transferidas con orgullo de generación en generación.


Piedras y viento

Muchas son las leyendas que he escuchado o leído sobre la Nura de los fenicios, Melusa para los griegos. Algunas hacen mención a su temible viento, la tramontana, del que se dice tiene un poder hipnótico que atrapa la voluntad del visitante y le obliga a quedarse allí para siempre. Pero los mayores enigmas están relacionados con la piedra, ya que hay pocos lugares en el mundo que puedan presumir de una riqueza megalítica con tantos vestigios arqueológicos como los que aquí encontramos.
Todo tiene su origen en torno al año 1400 a. de C. cuando una cultura casi desconocida, los talayotes, se asentaron en gran parte de las Baleares y construyeron moradas y templos a base de grandes piedras. Si bien algunas de estas construcciones encuentran semejanzas con otros distribuidos por Inglaterra o Francia, aquí encontramos un monumento único en el mundo, la taula. Por toda la isla podemos descubrir casi 30 taulas, compuestas por dos grandes losas labradas y colocadas en forma de T, alguna de ellas con una altura que supera los 4 metros y las 20 toneladas de peso. Aunque nadie ha sabido explicar fehacientemente el uso o significado de estas «grandes mesas» –taula significa mesa en menorquín– lo más probable es que fueran parte primordial del edificio sagrado talayótico, posiblemente su altar o lugar de sacrificios.

 

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