- viernes 09 junio 2023
La masacre de Nankín sigue siendo, y con mucho, el crimen más atroz de todos los cometidos por Japón en China. Por este motivo, mucho se ha discutido sobre los motivos que propiciaron una brutalidad como aquélla. Entre los factores señalados por algunos historiadores se encuentra la frustración que sentían las tropas japonesas, que se habían visto obligadas a librar una dura batalla en las semanas previas para conquistar Shanghái, una ciudad que, en un alarde de optimismo, confiaban en tomar en cuestión de días, y la idea de que, tras tomar la capital de los nacionalistas, se «recompensó» al Ejército Imperial permitiéndoles violar y asesinar impunemente.
Con todo, estas explicaciones son sólo parcialmente ciertas, porque centrarse en los motivos concretos de la masacre de Nankín implica considerar que lo que ahí sucedió en 1937 fue algo totalmente extraordinario, y si bien es cierto que, en términos cuantitativos, la masacre constituye un fenómeno único en el apartado de los crímenes de guerra japoneses, lo que a menudo pasamos por alto, especialmente en Occidente, es que, desde un punto de vista cualitativo, Nankín no tuvo nada de extraordinario. En el contexto de las creencias de los japoneses con respecto a los chinos y de la instrucción que a la sazón recibían las tropas niponas, lo sucedido en Nankín es perfectamente lógico.
Violaciones en grupo
Tomemos, por ejemplo, la actitud de los soldados japoneses hacia las mujeres chinas. Se cuentan historias terribles que hablan de la violación de jóvenes y de ancianas en Nankín. Las violaciones en grupo seguidas del asesinato de la víctima eran moneda corriente. Disponemos incluso de alguna que otra prueba de soldados que abrieron el estómago de mujeres embarazadas para clavarles la bayoneta a los fetos. No obstante, los soldados japoneses no empezaron a violar y a abusar de las mujeres chinas inmediatamente, nada más llegar a Nankín. El problema ya se había presentado cinco años antes cuando, durante el incidente en Shanghái de enero de 1932, un grupo de soldados del Ejército Imperial cometieron varias violaciones. Tan grave fue el problema en Shanghái que diversos oficiales militares de alta graduación se decantaron por llevar a la práctica la solución radical propuesta por el general Okamura Yausji, jefe adjunto del Estado Mayor del Ejército Expedicionario de Shanghái: crear y gestionar burdeles para sus hombres con el fin de disuadirlos así de violar a la población. Los soldados japoneses no tendrían que ir en busca de sexo; el Ejército se lo proporcionaría.
En un primer momento, se pensó en trasladar a prostitutas japonesas a los burdeles militares, pero el ejército cambió poco después de idea y comenzó a buscar mujeres procedentes de otras zonas del imperio, sobre todo a partir del momento en que, después de las atrocidades de Nankín, se abrieron muchos más «centros de asueto». No obstante, como rápidamente se vio, no había un número suficiente de voluntarias. El Ejército Imperial resolvió el problema brutal y drásticamente: si las mujeres no decidían motu proprio ejercer la prostitución, las engañarían o las obligarían a ejercerla.
Setenta soldados al día
Un ejemplo claro lo tenemos en Sol Shinto, reclutada en Corea cuando sólo era una adolescente. La abordaron en la remota localidad en la que vivía y le preguntaron si le gustaría trabajar para el Ejército Imperial, limpiando barracones y lavando uniformes de soldados. Para una chica como ella, que se había criado en un entorno azotado por la miseria, aquello no sólo era una oportunidad de ganar dinero, sino también de «servir a su país» (Corea estaba formalmente bajo control japonés desde 1910). La llevaron a un campamento situado en el norte de China, y ahí descubrió que no la habían reclutado para limpiar y lavar sino para ejercer la prostitución. «Me dijeron que tenía que “cuidar” de los soldados –cuenta Shinto–. Evidentemente, las profesionales, las prostitutas, saben hacerlo, pero yo no sabía. Yo era muy ingenua. Tenía 16 años». Cuando supo que ésa iba a ser su función, se horrorizó pero, a centenares de kilómetros de casa y sin blanca, no tenía cómo huir. Cuando protestó diciendo que la habían engañado para convertirla en prostituta, la abofetearon y le repitieron que tenía que «cuidar» de los soldados. «Me dijeron que me limitara a tumbarme en la cama, nada más. A continuación, entrarían los soldados. Pero la cosa no se reduce a tumbarse en la cama, ¿no?». Desde el principio, encontró la experiencia de mantener relaciones sexuales con soldados japoneses «muy dolorosa». Casi no hablaba japonés y los soldados apenas hablaban coreano, así que, al principio, prácticamente no se comunicaba con ellos. «Tenía que obedecer –cuenta–. Y si no lo hacía, me abofeteaban. Por ahí pasaban muchos batallones, y a veces el lugar estaba muy concurrido, y creo que alguna vez llegué incluso a desmayarme. A veces pasaban por ahí hasta setenta soldados al día, desde las siete de la mañana hasta la medianoche. Dedicábamos 15 o 20 minutos a cada hombre, mientras el resto hacía cola, esperando su turno. Podían ordenarme también que me quedara en cueros, desnuda, porque había gente que quería tomar fotografías. Y también me decían que probara muchas posturas, que me pusiera a horcajadas. Era muy duro. Pero, si me negaba, el soldado me abofeteaba y a continuación preguntaba: «Entonces, ¿qué haces en un burdel?». Pero yo no hablaba japonés y no podía responder. Lo cierto es que sólo pensaba en morir». (...)
Toda vez que asesinar a un crío de la manera como lo habían hecho no era algo habitual, ya hemos visto que las violaciones sí que lo eran, tanto más cuanto que el rígido sistema jerárquico que gobernaba el Ejército Imperial, en el que los oficiales de más graduación maltrataban a los de menos, se trasladaba incluso a la manera como se llevaban a cabo las violaciones de las mujeres chinas. «Los novatos estaban demasiado cansados para violarlas –narra Kondo, uno de ellos–. Se cebaban tanto con los novatos, los obligaban a cargar con los más pesados y el resto de soldados nos maltrataban de tal modo que nunca tuve tiempo de pensar en mujeres». No obstante, en una confesión de una sinceridad sorprendente, admitió que, el día que lo consideraron lo suficientemente «mayor», le invitaron a participar en una violación colectiva. «Los soldados cogieron a una mujer y procedieron a violarla uno a uno. Era mi tercer año como soldado, y uno de los soldados que llevaba cuatro años en el Ejército me llamó y me dijo: “Kondo, viólala”. No podías negarte». (...)
Papeles quemados
Todo esto nos lleva a plantearnos una pregunta esencial: a la vista de la extraordinaria importancia que le concedían las tropas, ¿hasta qué punto estaba Hirohito al corriente de la brutalidad con la que actuaban sus hombres en la guerra de China? Resulta sumamente delicado hacer esta pregunta en Japón, y darle respuesta es deliberadamente complicado. Los documentos que podrían servir para establecer la verdad de un modo concluyente han sido destruidos o siguen clasificados. En las semanas posteriores a la rendición, los japoneses quemaron millares de papeles antes de que los norteamericanos llegaran para ocupar el país, y varios millares más siguen ocultos en los archivos japoneses. Por todo esto, y en ausencia de pruebas irrefutables, los historiadores se han visto obligados a especular. Fijémonos, por ejemplo, en lo que Hirohito decía saber de la masacre de Nankín. Para Edward Behr, uno de los primeros biógrafos de Hirohito y una persona crítica con el emperador, «es difícil creer que algo así, uno de los sucesos más atroces de la guerra de China, se produjera sin que el emperador Hirohito estuviera al corriente». Behr señala no sólo que el príncipe Asaka, uno de los comandantes japoneses en Nankín, era tío abuelo de Hirohito, sino que el propio emperador habría tenido noticias de la masacre por la cobertura que hizo de ella la prensa extranjera. Stephen Large, en su benévola biografía de Hirohito, no se muestra tan seguro y concluye que Hirohito prefería basarse en la información que otros decidían darle antes que en formarse una opinión propia. (...)
Gas lacrimógeno
Según cuenta el profesor Bix, en determinados ámbitos clave, Hirohito estuvo claramente implicado en la toma de las decisiones militares que desembocaron en el uso en China de armas prohibidas. En una directriz del 28 de julio de 1937, Hirohito sancionó el uso de gas lacrimógeno en China (prohibido por el tratado de paz de Versalles firmado por los japoneses tras el fin de la Primera Guerra Mundial), y dos meses más tarde autorizó el envío de «unidades especiales de guerra química» al continente asiático. El Ejército Imperial recurrió a los gases venenosos en centenares de ocasiones durante la guerra en China, en unas acciones autorizadas en última instancia por el emperador, cuya rúbrica aparecía en las directrices que las aprobaban. Estas armas prohibidas internacionalmente no se utilizaron jamás en las posteriores guerras contra Occidente, un detalle revelador que da cuenta del pragmatismo del emperador y de sus asesores militares (por cuanto debía de preocuparles que los aliados occidentales se vengaran contraatacando con esas mismas armas) más que de unos repentinos escrúpulos morales.
Laurence REES
-Título del libro: «El Holocausto asiático».
- Autor: Laurence Rees.
- Editorial: Crítica.
- Fecha de publicación: 15 de octubre.
- Sinopsis: Antes de la II Guerra Mundial, los escenarios de Asia y del Pacífico vieron crímenes que superan, en número y en crueldad, a los del Holocausto europeo. Laurence Rees quiso investigar estos hechos entrevistando a víctimas y a verdugos, y logró que muchos supervivientes le contasen sus experiencias: un soldado que había participado en violaciones en masa, un médico que colaboró en los experimentos sobre prisioneros... Su propósito no era exponer una galería de horrores, desde las matanzas de Nankín hasta la práctica del canibalismo por los japoneses en Nueva Guinea, sino tratar de explicarse estos hechos a través de sus protagonistas.