miyazaki

Hayao Miyazaki, pura emoción

Dirección y guión: Hayao Miyazaki. Fotografía: Mark henley. Música: Joe Hisaishi. Japón, 1988, Duración: 86 minutos. Animación.


Hay una escena en este clásico incontestable del cine de animación que resume las virtudes de toda la obra de Hayao Miyazaki. Es el momento en que Mei y Satsuke, bajo la lluvia, están esperando el autobús donde vuelve su padre de la universidad, y entonces aparece Totoro, el espíritu del bosque, como una mezcla entre un peluche gigante y una lechuza de ascendencia felina. Satsuke le presta un paraguas. La coreografía sonora de las gotas que caen sobre Totoro y la cómica gestualidad que generan en él se despliegan con toda delicadeza, como si Miyazaki estuviera tan pendiente de la belleza del instante como de la emoción pura que destila. Es lo que la gente de la Pixar admira en Miyazaki: quién, antes que él, había invertido el tiempo de la animación en dibujar una nube que pasa, o una gota de agua que cae. Su cine no sólo plantea la relación armónica de la naturaleza y el ser humano, sino la plácida identificación de éste con la dimensión fantástica de la realidad, a la que los niños acceden sin sufrir daños colaterales y que los adultos aceptan con una sonrisa enorme en los labios.
La historia de dos niñas que se mudan al campo con su padre, a la espera de que su madre se recupere en el hospital de una desconocida enfermedad, cambia de registro sin apenas esfuerzo. Las interferencias fantásticas en el mundo real –los erizos de hollín negro que pueblan la casa, la presencia intermitente de Totoro y sus hijos, la irrupción de un gato-oruga que hace las veces de autobús volador– acaban por transformarse en las interferencias reales en el mundo fantástico –el viento que azota la noche, el árbol gigantesco que preside el bosque vecino, la mazorca de maíz que Mei ofrece como dádiva a una cabra, la anciana que protege a las dos hermanas protagonistas, el niño que se queda sin palabras–, demostrando que son únicamente dos caras de una rica cosmogonía, unida por un túnel vegetal que podría ser el agujero por el que cae la Alicia de Lewis Carroll. La expresividad del dibujo, tan atenta a los ritmos de la naturaleza como a la vitalidad de los humanos, prueba que Miyazaki era Miyazaki antes de que «El viaje de Chihiro» consolidara el prestigio de su poética en Occidente. No hay huella de la oscuridad de «La princesa Mononoke» o de la misma «Chihiro» en este afable cuento para niños que consigue que el espectador más reticente se reconcilie con la vida.

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