El triste suceso acaecido con la joven Marta del Castillo en el que los supuestos asesinos han cambiado ya tres veces sus declaraciones, confundiendo a la policía, a la prensa, a la Justicia y a toda la sociedad, demuestra, no sólo la crueldad y sangre fría de los que han diseñado dicha estrategia de defensa, sino también, y esto es lo verdaderamente alarmante, el daño que se puede hacer al Estado de Derecho, cuando, por una perversión clara de la interpretación del concepto del derecho constitucional de defensa, éste se puede llegar a entender como el amparo de la mentira. Repugnante. Pero, ¿realmente la Constitución Española y el Derecho Internacional protegen a los acusados que mienten para defenderse?.

El derecho de defensa lo ampara la Constitución Española en su artículo 24, quedando plasmado en una serie de presupuestos básicos, como la contradicción o la audiencia del imputado, y en otros derechos instrumentales, como la utilización de los medios de prueba pertinentes, el derecho de abogado, el de no declarar contra sí mismo o el de no confesarse culpable. Pero son estos dos últimos derechos instrumentales los que mayor controversia generan, pues permiten al acusado que pueda defenderse mediante el silencio y que, de esta forma, pueda seguir manteniendo la presunción de inocencia.

 

El origen de estos derechos se encuentra en las normas internacionales sobre el proceso justo, lo que conlleva la prohibición de que las autoridades públicas puedan recurrir a métodos coercitivos para obtener las pruebas. Esto ha hecho que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos considere que no es sancionable la falta de colaboración del acusado, o que nuestro Tribunal Supremo no admita como prueba de cargo una grabación realizada sin autorización judicial. También el Tribunal Constitucional, en algunas sentencias, sostiene que el acusado no sólo no está obligado a decir verdad sino que puede callar o incluso mentir para defenderse. El problema es cómo interpretar esta doctrina jurídica y hasta dónde puede llegar la mentira de un acusado.

 

En la mayoría de procesos extrajudiciales los conflictos se resuelven partiendo de la buena fe de los participantes. Sin embargo, en el mundo del Derecho hemos de tener en cuenta que las Leyes presuponen que las partes actúan de mala fe. De ahí que el proceso que fije las reglas del juego ha de estar muy estructurado para poder decidir los casos. Evidentemente, como en todos los derechos, el límite ha de estar en otros derechos superiores, o incluso en principios éticos.

 

En el proceso penal, la carga de la prueba corresponde al que acusa, pues la presunción de inocencia actúa a favor del acusado. E incluso se permite al acusado no decir verdad si ello le puede suponer manifestar algo que penalmente le perjudique. Sin embargo, si esa 'no verdad', 'verdad a medias' o 'mentira', implica perjuicio para terceros inocentes o para un acusado, podríamos estar hablando de un falso testimonio penalmente perseguible. Este sería el caso de los juicios en los que los denunciados son a su vez denunciantes. Si la mentira que el acusado utiliza para defenderse perjudica a los denunciantes, que a su vez son acusados por él, y ello se demuestra, entonces se convertiría en falso testimonio, que al darse contra reo en causa criminal por delito, se castigaría con pena de cárcel. Por eso, cuando se puedan derivar perjuicios a terceros, lo más prudente, también procesalmente, es decir la verdad.

 

Pero también el abogado defensor tiene responsabilidad en su actuación, pues tanto su código deontológico, como el código penal le obligan a una colaboración leal con la Justicia. En el caso de la joven sevillana la actuación de uno de los abogados defensores al retirarse del caso parece un comportamiento inteligente.

 

Desde el punto de vista ético o filosófico, no pude haber duda de ninguna clase. El no mentir es una obligación moral de todos los ciudadanos. Es una norma básica de convivencia, que también contemplan la mayoría de religiones. Entraría dentro del denominado Derecho Natural. Con más razón, si de esa mentira pueden derivarse consecuencias negativas para otras personas o para la sociedad.

 

Pero, sobre todo, mentir y no reconocer el error cometido es un acto de cobardía. Y si el que lo hace es un cargo público, una perversión. Si además, para construir su mentira se apoya en el falso testimonio de un funcionario público, es sencillamente delictivo. Lo grave es que en España ya nos estamos acostumbrando a procesos judiciales en los que lo normal es mentir. Y si los implicados son políticos, más aún. Esta es nuestra triste realidad.