Había una vez un reino gobernado, dirigido y orquestado por un señor sonriente. El señor sonriente, era educado y daba la mano por doquier desde que salía de su casa hasta que volvía a ella, lo cual era excesivamente valorado por los habitantes del reino.

El gobernante sonriente se esmeraba en demostrar que la paz y la armonía reinaban bajo su gobierno, y así, gustaba de prodigar su imagen rodeado de mayores y pequeños, tal vez, en este último supuesto, recordando aquello de “dejad que los niños se acerquen a mi….”

Así, un día tras otro…

Sin embargo, en algunos lugares de palacio, el gobernante pensaba y consultaba con sus más cercanos sobre lo oportuno o inoportuno de algunas de las cosas que hacía y decía. Nada escapaba a su control y nada se hacía sin su autorización, cualquier cosa que pudiera hacer tambalear su gobierno debía ser estudiada con detalle a la vez que debía evitarse su conocimiento por los habitantes del reino.

El sonriente gobernante tenía a su vez una corte de pequeños gobernantes; cada uno de ellos, controlaba alguna parcela del reino, haciendo y deshaciendo como se les antojaba, pero siempre con el beneplácito y el permiso del gobernante sonriente.

Los habitantes del reino, sólo conocían de lo que se hacía lo que el gobernante sonriente quería que supieran, y así, en la mayoría de las ocasiones, tenían la sensación de tener un gobierno que les ocultaba la realidad….

Sin embargo, en el reino, había algunos rebeldes que se empeñaban en que los demás habitantes supieran cuál era el verdadero proceder del gobernante sonriente y de los miembros de su corte, algo que les costaba mucho esfuerzo, porque el mandamás influía de manera exagerada en algunos juglares del reino, haciendo que estos manipularan la realidad a su favor a cambio de alguna prebenda.

Los rebeldes eran pocos, con recursos limitados, pero sus ganas de mostrar al reino la realidad del gobernante sonriente les ayudaban a no cejar en su empeño.

El gobernante sonriente, actuaba influido por la obra de un tal Nicolás que aseguraba que “el gobernante, para conseguir un estado fuerte, tendrá que recurrir a la astucia, al engaño y, si es necesario, a la crueldad. Si el interés exige traición o perjurio, se comete”. Asimismo, en la citada obra de cabecera del gobernante sonriente, destacaban una serie de anotaciones, a modo de esquema, de lo que debían ser sus cualidades. Por ejemplo, que el gobernante (sonriente) debía poseer seria destreza, intuición y tesón, así como habilidad para sortear obstáculos, y “moverse según soplan los vientos”. También, que debía ser diestro en el engaño puesto que no debía tener virtudes, sólo aparentarlas; y, por último, pero no menos importante, debía ser amoral, sintiendo indiferencia entre el bien y el mal, porque debía estar por encima de ambos.

Sólo así, podía conseguir que su corte de gobernantes y él mismo a la cabeza no estuvieran amenazados por el cambio que muchos de los habitantes del reino, y los rebeldes con mayor insistencia, demandaban día a día a las puertas de palacio….