¡Qué canallas somos con las mujeres!. Esta es la conclusión que he sacado después de ver Ágora, la última película de Alejandro Amenábar. Genial. Como casi todas las anteriores de este director. Y no lo digo porque yo sea un entendido en artes escénicas, que no lo soy. Ni porque sea un especialista en efectos especiales, o en fotografía, que tampoco. Simplemente me parece que este joven cineasta ha sabido interpretar nuestra triste realidad actual a través de la Historia, no muy lejana, y plasmarla de forma magistral en algo más de dos horas de cine auténtico.
 
Soy un admirador del cine de Amenábar. Fundamentalmente porque sabe reflejar como nadie los profundos problemas que nos afligen. El fraude en las producciones cinematográficas o científicas, nuestra preocupación por el más allá, el derecho a morir dignamente. Y ahora, el maltrato a las mujeres, mezclado con la persecución a la ciencia y a los que son capaces de adelantarse a su tiempo. Maltrato que nos parece muy lejano, en el tiempo y en la distancia, y que identificamos de manera muy fácil con algunos fundamentalismos que pretenden imponerse, pero que no nos damos cuenta que lo tenemos entre nosotros. Y no sólo por las trágicas cifras de violencia doméstica. También por los prejuicios y caducos estereotipos que siguen habitando en nuestras conciencias, quizás herederos de los siglos de obscurantismo y represión que, doctores de la Iglesia como el tal obispo Cirilo de la película, nos impusieron a sangre y fuego.

 

Críticas sofisticadas y negativas de la película aparte, como la de un estirado, frívolo y majadero analista de cine al que leí en un importante diario de tirada nacional, que nos contaba que la historia no le había hecho sentir emoción, y que lo había dejado frío, a mí me parece que acierta en todos sus aspectos. En la puesta en escena de un apasionante capítulo de nuestra historia reciente, como la decadencia del Imperio Romano y su sustitución por el Imperio del fundamentalismo cristiano. Sí, el nuestro. El de nuestra civilización occidental moderna. Lo que consigue Amenábar es trasladarnos a esa época, pero con una visión actual de los problemas, para así poder analizarla con toda objetividad. Y nos muestra las enormes similitudes con situaciones que hoy se viven en muchos países en los que, al igual que entonces, las religiones gobiernan los destinos de los hombres. Hasta la indumentaria y el aspecto del incendiario obispo Cirilo y su ejército de monjes parabolanos, tienen un parecido excepcional con esos barbudos integristas que nos sacan las televisiones actualmente cuando cometen algún atentado.

 

Pero a su vez nos hace caer en la cuenta de nuestros propios pecados. También nuestra religión, no la mía, pero sí la de la mayoría de ciudadanos de nuestros países, cometió tropelías con la ciencia, con las mujeres, con las minorías marginadas. Horrendos crímenes que hoy nos parecen impensables. Prohibiciones que sólo podemos entender si vienen de mentes primitivas y crueles. Todo ello lo practicaron nuestros doctores y sabios de entonces, y los siguen practicando los doctores y sabios de otras religiones de ahora.

 

No hace falta aceptar la idea de que las religiones son el opio del pueblo, como dicen algunos grandes pensadores, para reconocer que tras algunos de los más importantes conflictos bélicos se esconden potentes intereses económicos mezclados con fundamentalismos religiosos. Y no por los mensajes que dan sus profetas, muchos de los cuales podemos compartir, sino porque los que las interpretan y controlan, que son hombres como los demás, pretenden imponerlas, a base de miedo e irracionalidad, a toda la sociedad. Por eso, el paraíso que entre todos podríamos construir en la tierra, las grandes religiones lo posponen para después de nuestra muerte. Es decir, dejando que el rico se muera rico, y el pobre, más pobre todavía. Esta es la dura realidad.

 

También nos ha sabido reflejar algo esencial. La grandeza de la ciencia y su importancia para la humanidad. Una humanidad que comparada con el Universo es como una gota de agua en un océano, pero que ha conseguido sus avances a través de hombres y mujeres, a veces con aspecto frágil, como el de Hypatia de Alejandría en la película, pero de una enorme fuerza y fortaleza interior.

 

Toda una bocanada de aire fresco en un ambiente que cada vez se hace más irrespirable. Mi reconocimiento a Alejandro Amenábar, y mi deseo de que siga deleitándonos con esta magnífica forma de hacer cine.