La semana pasada se conoció la esperada Sentencia del terrible atentado ocurrido en Madrid el 11 de marzo de 2004, que costó la vida a 192 personas, hirió a más de 1.700 y ha destrozado el futuro de unos cuantos miles más, entre familiares y personas relacionadas con las víctimas. La verdad judicial, establecida con las pruebas que hay en los Autos, determina que no hay evidencias de la participación de ETA. Pero también deja sentado que tampoco se ha podido probar la relación del atentado terrorista con la guerra de Irak.

Nadie ha quedado contento, pues ningún partido político ve satisfechas sus aspiraciones de conseguir argumentos favorables a sus posiciones, para así poder utilizarlo como arma electoral en la próxima contienda de marzo de 2008. También parece que está sirviendo para ahondar más las diferencias entre ciudadanos. Nada que ver con la reacción del pueblo americano ante lo ocurrido el 11 de septiembre de 2001 en New York y Washington, cuando un atentado de las mismas características mostró al mundo el dolor y el sufrimiento que es capaz de provocar el fanatismo y el odio de unos cuantos desalmados.

Viví en riguroso directo los atentados de EEUU, como otras cuantas millones de personas, pues casualmente estaba en ese momento en una cafetería desayunando. Al principio, cuando vi las imágenes, pensé que no era real. Pero mi mayor desesperación llegó cuando escuchaba las voces y gritos de ¿júbilo? de algunos de los presentes,  que justificaban la acción y se amparaban en las mayores atrocidades que, a su juicio, los americanos habían provocado en el mundo. ¿De verdad creemos que una cosa puede justificar a la otra?.  Pues parece que para algunos sí, lo cual evidencia que éste mundo está gravemente enfermo.

Por estas razones no podía irme de New York sin visitar personalmente esa denominada zona cero. Sólo contemplando y experimentando in situ la inmensidad de los edificios que rodean el lugar en el que estaban emplazadas las torres gemelas, puede uno comprender la magnitud de la catástrofe que se vivió. El pánico que debieron sufrir las miles de personas que allí se encontraban en ese momento sólo es comparable con el tremendo placer que sentirían sus autores intelectuales, que de esta forma creían que estaban destruyendo sus principios de convivencia.

Afortunadamente nada de esto ha pasado. Y para comprenderlo, igualmente se ha de viajar a esta ciudad y comprobar su forma de vida. Por sus calles circulan miles de personas, todas distintas. Y la grandeza de sus edificios, lejos de llevarte a la sensación de angustia vacía que experimentó Lorca hace 80 años, parece como si estuviera pensada para acoger al ciudadano. Desde el primer momento tienes la sensación de que eres uno más, de que has quedado perfectamente integrado con sus gentes y de que nadie se va a sorprender por tu forma de vestir o de expresarte. Creo que esta es la razón de que el mayor atentado de la era moderna no haya podido cambiar la forma de vida de estas personas. Todo lo contrario. Ha servido para generar entre ellos un mayor sentimiento de unidad en torno a la defensa de su sistema de convivencia.

Por desgracia, en nuestro caso es distinto. El interés no está en defender la libertad y nuestra forma de vida frente a unos fanáticos trasnochados, sean de ETA o del islamismo radical. Lo que más preocupa a nuestros políticos es ver cómo se puede culpar al adversario de las causas del atentado. Los terroristas han conseguido su objetivo de dividirnos.

Sin embargo, dentro de esta vorágine política, tengo que reconocer públicamente el sentido de oportunidad y lo acertado de la decisión de la Casa Real de que los Reyes de España visiten Ceuta y Melilla. La cuadratura del círculo se conseguiría si, además, Zapatero decidiera dar un espaldarazo a los saharauis en la ONU, frente a las tesis anexionistas de Marruecos. Entonces sí que habríamos dado un paso auténticamente estratégico para profundizar en las necesarias y positivas relaciones con nuestro vecino país, pues se haría desde una posición de firmeza y no desde la indefinición, que es la peor de las cobardías.