Verás Juan, en este batiburrillo en el que se han convertido los medios de comunicación, se está gestando una epopeya basada en fagocitar al contrario con los recursos que sean, más zafios cuanto menos pulidos o sólidos son dichos recursos; y en esa singladura por quererse traer la VERDAD (que no es más que una mentira dignificada por el colectivo más amplio y/o poderoso de la sociedad donde se desarrolla la batalla mediática) a la mismísima vera. Por cierto Juan, llevas ya un buen rato preparando el bloody, parece que se te están esfumando las facultades ¡leche! dale ya que tengo seco el gaznate. Bueno, como te iba diciendo, en esta singladura se confunden tirios y troyanos, o churras con merinas que para de quienes te voy a hablar pega mucho mejor, y se cuelan por la rendija de lo periodístico personajes con presunta formación literaria que son los opinantes. Sí, cierto es que los hay, vamos que existe un pequeño grupo de ellos, reducidos al espacio de la columna de opinión que define su periódico, incluso al minutaje radiofónico o de las ondas catódicas, que hacen del oficio un regalo para vista u oído; pero, no nos engañemos, suelen trabajar para medios de ‘alcurnia’ y no se ven embarrados en el critiqueo barato, en la zafiedad de la disputa por las migajas de poderes (casi siempre corruptos) a los que dejan en paz distrayendo al personal con patochadas diversas.

 

Ponme otro, que hoy me lo pide el cuerpo, Juan y sí, ya sé que sabes de qué hablo. Pues verás, estos pedigüeños de limosna política, subidos en la cofia del buque de esta vulgar epopeya, como de escribir: nada de nada, sacan a la palestra el armamento ponzoñoso y barriobajero que parecen estar insuflando a toda la profesión, y como además de no tener arrestos literarios ni personales, tampoco son lo que se podría llamar ‘personas cultivadas’, cuando tienen que enfrentarse a alguien lo hacen a través del insulto, esperando, quizás, que una agresiva respuesta les dé los minutitos de gloria que por sus letras no les va a llegar.

 

Insultar es una manera de decir ‘no sé cómo atacar’, y se vuelve a emponzoñar, para contribuir de nuevo al círculo de la confrontación, que es en lo que han convertido las sirenas que querían seducir a los argonautas sus chalecitos de playa, y así la epopeya opinante (ya muy mezclada con la supuestamente informativa) blande las espadas de sus verdades mientras recoge con la boca los cacahuetes que les tiran sus amos, henchidos éstos de satisfacción porque gracias a toda esa podredumbre lo suyo (algo muy cercano al latrocinio de lo público) queda apartado.

 

Bueno Juan, si me pones el tercero termino. Un de los más condecorados opinantes del franquismo, Camilo José Cela (que como escritor se repetía a sí mismo en demasía o, dicen las malas lenguas, copiaba sin escrúpulos), aupó el taco como elemento del lenguaje, opción que luego siguieron otros más, pero todos ellos (incluido Cela o Umbral) sabían escribir columnas de opinión, y sus tacos eras ‘toques de pimienta’ a una perfecta -o casi perfecta- ejecución de este modelo literario que ya practicaba Larra. Una columna de opinión tiene tempo y medida, y es un recurso para implicar a la realidad en el comentario de la propia calle, aportando puntos de vista y enriqueciendo la oferta coloquial, incluso la discusión (que no hay que olvidar que viene de discurso, no de pelea).

 

Los insultantes no son columnistas, están obcecados, cual cuadrúpedos con orejeras, a machacar a ese contrario que obsesiona su trabajo y aburre al personal que, a fuerza de ver lo que ve, descubre que toda su argumentación se basa en mentiras simples (siquiera ingeniosas). Desgraciadamente, Juan, en los periódicos locales ocurre esto con mayor profusión, por dos razones fundamentales: el espectáculo de sus mentiras e insidias desplaza a la realidad (tan cercana ella que parece mentira no se vea que todo esto es una pantomima); y porque las migajas a repartir son menores que en otros sitios, incluso la de los propios lectores -en el caso de los diarios- ahítos de tanto chabacaneo. Vuelco la última gota de tu néctar de ambrosía para darme un paseo, pero que sepas que la singladura de la que te hablo, acaba en un mar de detritus, sucumbiendo aquello que era importante al devenir de lo pútrido.

 

Un abrazo solidario para los insultados, y recordar siempre (o mientras podáis) que existe una frontera casi invisible entre lo mísero y lo miserable, espacio que han surcado hace mucho tiempo los de los cacahuetes.