La realidad de los medios se entrecruza con otra serie de realidades que destacan la subjetividad que marca todo un círculo social. Esa misma realidad, por muy reiterativa que parezca, condiciona otros derechos que se suponen entregados a la ciudadanía gracias al ‘avance democrático’ que hace una treintena de años esgrimían quienes creían que aquel golpe militar del 36 había tocado fondo, explicándolo con la prosopopeya de la libertad, pero obviando la sociedad de mercado.

La manipulación es más elocuente económica que dictatorialmente.

Se envilece en su propio formato, acentuándose en su contacto con la política-mercado. Es todo una cuestión de oferta y demanda. La fiabilidad de un gobernante llega a depender de su capacidad mediática y por ello de habilidad para comprar (adquirir más o menos sutilmente) el espacio informativo; más fácil cuanto menos amplio es ese territorio que gobernar y menos poderosos son los medios de comunicación que actúan en su ámbito. Los dueños, precisamente, de esos medios en esta circunstancia -lejos de plantearse preservar el derecho constitucional a la Información o de desarrollar un producto profesionalmente correcto- hacen de ellos eso: una simple oferta de mercado… cualquier otra cosa no es más que pura arrogancia demagógica (la mayoría de las veces ausente de discurso e inteligencia, aunque no lo parezca).

Hay circunstancias (se podrá demostrar) en las que no existe ningún elemento objetivo para que el dinero público acabe en manos de los manipuladores de la información que se convierten en voceros de quienes ofertan sus dádivas. Ningún control, ninguna consideración de equilibrio sujetivo para ver cómo la vía de información de la ciudadanía se adquiere con su dinero para uso del mandatario de turno; sin atisbo de racionalidad y en el remanso de una ‘alegalidad’ absoluta. Un reparto de los ingresos que los contribuyentes hacen a las ‘arcas públicas’ que sólo sirve para fijar informativamente la presunta benevolencia de unos políticos que en ese ejercicio descubren la manipulación que detentan desde el poder, aunque se meneen rayando los límites de la legalidad y de la milimétrica membrana de lo que el Código Penal define como ‘prevaricación’.

El estamento judicial tiene suficientes razones –y medios- para intervenir, pero quizás él también es prisionero de esta dramática osadía de la legalidad y de la imagen pública, ya que lo prioritario es la compra-venta de esas verdades inexistentes que, a la postre, sostienen el sistema. Lo peor es que ello se ha convertido en una realidad tan irrefutable que en nada afecta ya a la opinión pública. Consuela saber que ya Votaire decía que “los periódicos son los archivos de las bagatelas” o, como remataba Balzac, “una tienda en que se venden al público las palabras del mismo color que las quiere”, y con el matiz de quienes las compran. Imposible independencia.