- Sin ningún género de dudas, el título de este artículo es ya algo que muchos repetiremos con orgullo en el futuro. Los que el pasado sábado estuvimos en Madrid participando en las Marchas de la Dignidad no salíamos de nuestro asombro.

Reconozco que mis expectativas en cuanto a la participación eran bastante positivas, pero lo que me encontré al salir de la estación de metro de Atocha superó con creces los límites de mi optimismo. Sólo eran las 17:10, quedaba muchísima gente por llegar y ya era absolutamente imposible que el ojo humano acertase a localizar un espacio físico que no se encontrara saturado.

Mis compañeros y yo echamos a andar con la intención de situarnos lo más cerca posible de la cabecera de la Marcha. Inocentes. Ya podías adelantar y adelantar, caminar durante minutos y minutos que, en el horizonte, seguías sin ver el inicio de la manifestación. Echabas la vista atrás y ese final del que habías partido ya no era el final. El final ya ni se intuía. Parabas en un bar para ir al baño y durante los diez minutos de cola observabas como marabuntas y marabuntas de manifestantes pasaban por la puerta y te adelantaban. Salías del bar y te encontrabas en las mismas: la cola, pese a esos diez minutos de caminata de los que te habías escapado, continuaba sin verse, como si más que de una marcha, se tratase de un universo expandiéndose hacia todas las direcciones. En ese momento, personas que conocen bien Madrid aseguraban que era un día histórico, una concentración únicamente comparable a las protestas por la Guerra de Irak. Ya se hablaba de más de un millón. Horas después, sin sol que nos librara de ese frío que empapa la noche madrileña, Diego Cañamero gritaba, en un último esfuerzo por terminar de romper sus ya maltratadas cuerdas vocales, que éramos dos millones los que inundábamos Madrid. Todos flipan. Todos flipamos.

Minutos después de las emocionantes palabras de los convocantes de las Marchas, me empiezan a informar de que los mismos medios de comunicación que habían hecho todo lo posible por silenciar el acto, dan cifras muy por debajo de la realidad. Es entonces cuando Laura me envía el enlace de un artículo de 'El País'. Este decadente periódico que en su día disfrutó de prestigio internacional lanzaba un titular en el que hablaba de 50.000 personas. Vergüenza, cabreo, el periodismo elevado a la máxima potencia de la manipulación y la desinformación al servicio de los de siempre. Asco, mucho asco ante tanta mentira y desvergüenza. Pero eso no es todo, aún así, sería complicado otorgarle al diario de Cebrián el premio a la desfachatez.

Escribo estas líneas en los reversos de cuatro panfletos, tras ojear las portadas de 'El Mundo' y de 'La Razón' en la cafetería del tren en el que viajo. Hablan de extrema izquierda, de violentos e indignos y apenas dedican un par de hojas al tratamiento de una movilización histórica caracterizada por un pacifismo imperante que sólo fue vulnerado cuando unos antidisturbios sedientos de violencia comenzaron a cargar sin motivo. No cuentan que desde el escenario, los organizadores le pidieron a los Cuerpos de Seguridad que dejasen de crear un caos innecesario, les recordaron que estaban irrumpiendo en un acto pacífico y legal que aún no había concluido y nos rogaron a los que allí observábamos atónitos que no entrásemos en las provocaciones policiales. No cuentan que la Policía pegaba y los manifestantes se defendían de un ataque que, curiosamente, se daba unos minutos antes de que abrieran los informativos de la noche. Se ve que tenían prisa.

Todo lo que acabo de narrar es lo sucedió el día 22 de marzo en la Plaza de Colón a eso de las 20:40, y ya puede decir misa ese lacayo de Rajoy llamado Francisco Marhuenda. El 22-M, digan lo que digan, ha marcado un antes y un después en la tarea de convertir la fuerza social en fuerza política, en la tarea de canalizar el descontento en base a un proyecto político común. Lo saben y por eso mienten y manipulan. Lo saben y por eso tienen tanto miedo.

Fe de Erratas:

Por error, durante algunos instantes este artículo apareció firmado por el redactor jefe de este medio, Gonzalo Testa, no siendo así y correspondiendo su autoría en exclusiva y en su totalidad a Julio Basurco.