- Si le preguntamos a una persona poco interesada en la política lo que entiende por liberal, es más que probable que su respuesta recaiga sobre el grado de tolerancia que un individuo desarrolla con respecto a los aspectos morales de la sociedad.

Nos dirá que un liberal es aquel que defiende la total libertad del ser humano siempre que esa libertad no perjudique la de los demás, así, entenderá como liberal a aquella persona respetuosa con los derechos de los homosexuales, con la separación Iglesia-Estado o con el derecho de las mujeres a decidir sobre su cuerpo, sus relaciones o su vestuario. Sin duda, una persona con estas características es una persona liberal en el sentido social del término, pero de lo que yo quiero hablar es de lo que significa la palabra liberal en el sentido económico, al menos en Europa (en EEUU, un liberal sería, más o menos, lo que aquí conocemos por socialdemócrata).

A todos los liberales económicos, aprovechando la ignorancia de muchos, les encanta denominarse liberales públicamente, pues ¿quién puede decir que está en contra de la libertad? Desde luego, el uso de las palabras adecuadas es imprescindible en política. En la contraposición liberalismo-intervencionismo siempre suena más atractiva la primera opción debido a sus connotaciones emancipadoras, frente a la agresividad del segundo término. El liberal económico siempre dirá que está a favor de la libertad, cuando en realidad, está a favor de la libertad del dinero, uno de los mayores enemigos de la libertad de las personas.

El núcleo central del liberalismo económico es la casi nula intervención del Estado en la economía, cediéndole así al denominado mercado la labor de regir las relaciones humanas. Supone, a fin de cuentas, despojar al Estado de poder para entregarlo a las empresas privadas, sustituyendo las normas éticas de convivencia por los principios de la rentabilidad. Los ciudadanos dejan de ser ciudadanos para ser mercancía, rehenes de la voluntad del gran empresariado. Los derechos no son derechos, sino servicios al alcance de los que puedan pagarlos.

La situación en la que nos encontramos hoy, en la que vemos que los Parlamentos, esos órganos supuestamente democráticos cuya función es la de hacer leyes en representación de los ciudadanos, apenas pintan nada en las decisiones importantes que rigen nuestra vida diaria es una prueba palpable de las consecuencias que la deriva liberal ha propiciado en las últimas décadas. Nuestro país es un buen ejemplo. Desde 1985 hasta el año 2000, en España se han privatizado 117 empresas públicas. Empresas rentables como Repsol, Gas Natural o Telefónica dejaron de pertenecer a todos los ciudadanos para pertenecer a particulares, siempre bajo esa farsa de que la gestión privada es más eficiente que la pública. Pasaron de enriquecer a todos a enriquecer a una minoría.

Si todas esas empresas –y sus ingresos- siguiesen perteneciendo al conjunto de la ciudadanía, el Estado tendría más armas con las que luchar. No estaría en una posición tan supeditada al poder de la banca y las grandes empresas y dispondría de más ingresos para pagar las pensiones, los servicios públicos y crear empleo. No es el gasto público lo que nos tiene ahogados, sino el resultado de años de privatizaciones y bajadas de impuestos a los ricos que tanto PSOE como PP han llevado a cabo. Como dice el economista Alberto Garzón, “tras la crisis, el Estado ha pedido prestado, en muchos casos, a grandes fortunas y empresas que antes pagaban esas cantidades a través de impuestos.

Es decir, lo que el Estado obtenía legalmente por la vía fiscal, ahora hay que pedirlo prestado, con todas sus consecuencias”. Vemos como, realmente, es absurdo debatir sobre si un Estado debe o no intervenir en la economía. Los Estados siempre intervienen en la economía. Intervenir es dar poder a unos u otros y cuando un Estado no interviene está interviniendo, pero en favor de los privilegiados, dándole poder a ellos, dándole libertad únicamente a ellos. Privatizar y bajar impuestos a los ricos es intervenir en su favor. La palabra que mejor define al que promulga esta doctrina no debería ser la de liberal, sino la de privatizador.

Si las capas populares de la sociedad desean libertad es imprescindible la intervención estatal en la economía, pero en un sentido verdaderamente de izquierdas, de redistribución, de búsqueda de la justicia social. Y para eso es necesario que el Estado tenga herramientas, por lo que urgen medidas como una reforma fiscal realmente progresiva, una banca pública, la recuperación de los sectores estratégicos de la economía, persecución del fraude fiscal de las grandes fortunas y una auditoría de la deuda. Esto es lo que haría un Gobierno al servicio de los ciudadanos, pero supongo que lo más fácil y acorde a la lógica liberal es hacer que los enfermos crónicos tengan que pagar por unos medicamentos sin los que morirían. Maravilloso.