- El pasado 13 de Agosto se cumplieron 50 años de la construcción del Muro de Berlín.

Con motivo de la efeméride, analistas y observadores subrayaron, por un lado, la relevancia histórica del levantamiento y posterior derribo del mauer. Y, por otro lado, recordaron que, desde su caída en 1989, y aguando el vino de la euforia entonces desatada, el mundo ha asistido al alzamiento de nuevos muros y vallas.

La valla de Ceuta, junto a los muros entre México y Estados Unidos, o entre Israel y Palestina, aparece a menudo en los inventarios de nuevas barreras erigidas tras el fin de la guerra fría.

Trazar paralelismos entre el muro de Berlín y el perímetro de la Ciudad Autónoma resulta tentador a la par que problemático. Lo cierto es que ambos fueron alzados a fin de obstaculizar la circulación de personas a través de una línea territorial. Pero se diferencian, claro está, en aspectos substanciales.

El primero perseguía detener el movimiento de personas hacia fuera. Atajaba los flujos fronterizos (de salida) que las autoridades de la República Democrática Alemana (RDA) consideraban indeseados. Las decisiones de dichas autoridades eran tomadas en el seno de una estructura política dictatorial.

El segundo persigue interrumpir el movimiento de personas hacia dentro. Impide los flujos fronterizos (de entrada) que las autoridades de la Unión Europea consideran indeseados. Pese a sus déficits, las decisiones de dichas autoridades se fundamentan en estructuras políticas, en principio, de matriz democrática.

Éstas son sólo algunas de las múltiples diferencias que existen entre dos barreras, la de Berlín y la de Ceuta, enclavadas en contextos históricos y circunstancias geopolíticas disímiles.

Envueltas en lógicas distintas, pero en su empeño compartido por obstaculizar la movilidad de personas, ambas barreras han visto morir a personas que trataban de cruzarlas.

Durantes sus 28 años de existencia, el muro de Berlín causó la muerte a 150 personas. ¿Cuántas han muerto ya tratando de acceder a Ceuta?

Por supuesto, a diferencia de lo que ocurría en la antigua RDA, los guardianes de la frontera exterior de la Unión no tienen orden de disparar a quienes tratan de franquearla de modo irregular. De hecho, como ha podido comprobarse este verano, no en pocas ocasiones les salvan la vida.

Sobre el papel, pues, las fronteras de la UE no matan. El lúgubre contrasentido reside en que, sin embargo, no cesan de causar muertos.

El engranaje de una dictadura puede absorber, sin excesivos constreñimientos morales, la muerte que su ordenamiento y sus fronteras generan. No debería suceder lo mismo en el marco de una democracia.