La frontera es el lugar, por antonomasia, del desencuentro. Acota designios atribuidos, normalmente, por aquellos que más fuertes, quieren ‘protegerse’ de quienes no han alcanzado las cotas de progreso que los primeros pretenden defender con uñas y dientes. Inicialmente, el cierre al acceso del colindante viene a ser, fundamentalmente, por cuestiones económicas que luego, poco a poco, se justifican con criterios de una seguridad rota por el desequilibrio.

Europa es especialista en partir el mundo a su antojo, desconsiderando la historia de los pueblos y las concomitancias milenarias entre gentes que, hasta ese momento fronterizo, eran amigos, hermanos, socios en su declinar económico, contertulios de la vida cotidiana. El ejemplo africano, con líneas rectas para partir países entre puesto fronterizo y puesto fronterizo, fue el último atisbo de la barbaridad decadente de un continente acostumbrado a usar el orbe terráqueo a su antojo. Ahora, de aquellos polvos estos lodos. Incluso la vetusta Europa (tan interesada ahora en marcar la unicidad del destino saltándose los matices diferenciales) puso un muro que separaba a familias que, en caso de intentar reunirse, eran tiroteados por ambas partes.

 

Viviendo en Ceuta se puede observar cómo la vieja Europa se defiende a base de la hipocresía que la política de cada parlamento le permite gracias a que éstos están llenos de tragaldabas que comen de la sopa boba: el erario público.

 

“Hemos preparado a los hombres para pensar en el futuro como una tierra prometida que alcanzan los héroes, no como lo que cualquiera alcanza a un ritmo de sesenta minutos por hora, haga lo que haga” decía el escritor británico Staples Lewis, precisamente un anglosajón, hijo de aquellos que exportaron la idea de que el mundo es de quien puede con él, al margen de las realidades que se soliviantan y destruyen, para, una vez destruidas ponerles fronteras.

 

Las fronteras sirven para humillar a los de la parte más débil imponiéndoles normas cuando interesa. Se pueden permitir ciertas ilegalidades siempre que beneficie al lado ‘bueno’, hacer una vista gorda que muchas veces se escapa de las manos.

 

Al otro lado del espejo se lucha por sobrevivir mientras que en este lado se les enseña el chocolate del loro para que sea deseado, aplicando luego -otra vez- la moralina de la seguridad.

 

Pero resulta que la hambruna avanza, y que los resultados económicos de los ‘buenos’ no son tan proclives a la alegría, y hay que hacer más vista gorda y, entonces, no todos los que pasan la barrera son tan deseados. Pero la hipocresía ha crecido de tal manera que ‘acogota’ realidades, y el reclamo se ha hecho más y más incipiente y recibe más y más hambrientos, y genera más contradicciones en la caducas infraestructuras de la que se ha dotado lo fronterizo y lo extrafronterizo, con la muerte navegando en miserables e inadecuadas barcas que no alcanzarán la otra orilla aunque lleguen a la costa, porque la otra orilla es sólo un espejo. “La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque yo formo parte de la humanidad; por tanto nunca mandes a nadie a preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti”, John Donne.