tula fernández
Tula Fernández

El día doce de octubre celebramos la efeméride de la hispanidad. Un año más, historiadores, columnistas, colaboradores, entrevistados, y opinadores reclamarán o rechazarán la necesidad de celebrar la conquista de América. Se abrirán mesas de debate, algunas sustentadas en el profundo conocimiento histórico del asunto, otras sostenidas en las volátiles opiniones en redes sociales, ese nuevo mundo recientemente conquistado por el ser humano. Algunos recordarán a los vencedores, otros a los vencidos.

Según la legítima opinión de cada cual, las palabras serán agitadas, desempolvadas y arrancadas de su raíz para el sustento de los argumentos. ¿Qué es descubrir? ¿Qué es conquistar? ¿Qué es colonizar? Colonizar viene del latín “colere” cultivar y habitar, hacer brotar la tierra (nuestros antiguos ya tuvieron muy claro que el que cultivaba la tierra entregaba su vida a ella).

De esa hermosa raíz también proceden “culto”, hacer crecer la fe interior, lo que brota del alma, y “cultura”, lo que brota del ser humano. Este minúsculo vocablo latino ha sido el germen de fogosas disputas. Podría pensarse que los ingleses, siendo tratados por la historia como sencillos y humildes colonos, se limitaron al sosegado cultivo de las tierras, mientras que a los españoles, aguerridos colonizadores, nos tocó convivir con la violencia, el despojo y la guerra. ¿Ha sido justo el lenguaje con nosotros? ¿Hicimos o no justicia al término que nos llevó a los dos pueblos al mismo confín de la tierra? ¿Hemos sido intencionadamente señalados por el fatídico dardo del lenguaje? ¿Periodo de fe y progreso o leyenda negra? ¿Qué fuimos en América?

El término “conquistar” está íntimamente relacionado con la adquisición permanente de algo, su búsqueda reiterada y su obtención (vade retro! que el término inquisición nos viene de aquí). El fin último de toda conquista es adquirir nuevas posesiones y riquezas. A lo largo de la historia ha habido grandes conquistadores: Alejandro Magno, Julio César, Gengis Kan o Napoleón Bonaparte son ejemplos de ellos. En las grandes conquistas siempre hay un dilema filosófico: el orden moral y el orden político, y cada pueblo, sociedad o civilización ha tenido que arreglárselas en ese esforzado equilibrio. Incluso en el amor se conquista lo que no es nuestro, lo otro, lo diferente y distinto.

Cuando hablamos de la tierra y sus riquezas, el pueblo dominante, para justificar sus actos, no ha encontrado nunca dificultad en echar mano de la inferioridad del sometido, cuyas costumbres y pensamientos se han encargado de criticar de manera tan implacable como inconsistente desde un punto de vista científico o ético. En este cuadro de superioridades e inferioridades naturales, la guerra suele definirlo todo. Los romanos llamaban bárbaros a los pueblos extranjeros. El término significa “el que balbucea”, ya que su idioma era diferente. Se regían por el derecho de gentes, tenían sus propios jefes, costumbres y eran paganos. En la Edad Media, el término adquirió una connotación tremendamente negativa aludiendo a pueblos con actitudes crueles, violentas o, a veces, no compartidas. Qué curioso viaje el de este término.

¿Ha sido justo el lenguaje con nosotros? ¿Hicimos o no justicia al término que nos llevó a los dos pueblos al mismo confín de la tierra? ¿Hemos sido intencionadamente señalados por el fatídico dardo del lenguaje? ¿Periodo de fe y progreso o leyenda negra? ¿Qué fuimos en América?

En el descubrimiento, conquista, colonización o invasión de América (sírvase el lector de la riqueza lingüística que nos nutre) hemos sido educados en los valores culturales, en el intercambio comercial, en la expansión política, en los avances sociales y obtención de derechos. Se nos ha narrado en la escuela, en los libros y en el cine, el valor de aquellos hombres, la fiereza de su carácter y la nobleza de su heroicidad. De niños nos ha alterado el sueño la imagen de semidioses con la que los indios los recibieron cuando se adentraron en aquellas tierras desconocidas y salvajes. Y así, relato tras relato, hemos crecido con la firme idea de que la travesía a las Indias y la conquista del Nuevo Mundo fue cosa de hombres, de hombres muy hombres.

En 2012, la exposición “No fueron solos” organizada por el Museo Naval de Madrid, visibilizó el papel de la mujer en este hito. Desde entonces, cada vez más voces se han levantado para gritar el nombre de mujeres cuyas experiencias quedaron engullidas, tragadas por las inhóspitas selvas que pisaron, como si nunca hubiesen abandonado las bodegas de los barcos que las pusieron en tierra firme, desconocida, pero firme.

La historia (la de los hombres) nunca las había reivindicado. Leí hace muy poco que los españoles sabemos más de los caballos que acompañaron a los conquistadores que de estas mujeres. Sin embargo, los datos (los de todos) están ahí y en el siglo XVI, de los 45.327 viajeros a América registrados en archivos más de diez mil son mujeres. Sabemos que ya en el tercer viaje de Colón viajaron mujeres. Podríamos revestir de romanticismo los redaños de estas señoras, pero lo cierto es que la mayoría viajaba obligada por la corte para sembrar las Indias de matrimonios y buenos hijos castellanos. No todas fueron nobles, también se apuntaron a cruzar el Atlántico cocineras, sirvientas, prostitutas de baja cuna y meretrices de cunas más altas. Las mujeres arribaron a las Indias por diferentes motivos y con distintas encomiendas: seguir a sus maridos, acompañar a sus amantes, procrear para el nuevo mundo o huir de la miseria, la ignominia o la cárcel, como la soldado María de Estrada, que embarcó con Hernán Cortés tras haber sido condenada a muerte por forajida y judía adoptada por gitanos para más inri.

No todas fueron nobles, también se apuntaron a cruzar el Atlántico cocineras, sirvientas, prostitutas de baja cuna y meretrices de cunas más altas. Las mujeres arribaron a las Indias por diferentes motivos y con distintas encomiendas: seguir a sus maridos, acompañar a sus amantes, procrear para el nuevo mundo o huir de la miseria, la ignominia o la cárcel

Algunas lograron proezas tan heroicas como ignoradas: la gallega de temible carácter, Isabel Barreto, fue la primera almirante de la Armada y lideró una expedición por el Pacífico. María Escobar fue comparada en las crónicas de la época con la diosa Ceres por haber introducido el trigo en América, e Inés Suárez, sacada del agujero del silencio por Isabel Allende en su libro Inés del alma mía, se unió a la vida de Pedro de Valdivia y lo acompañó en la conquista de Chile. Por supuesto, en el Nuevo Mundo ya había mujeres, las de aquellas tierras, las indias, otra riqueza al alcance del hombre blanco. Ellas no tuvieron que atravesar mares para encontrar la angustia, el dolor y la violencia.

En la antigüedad, el cuerpo de las mujeres siempre acompañó al hombre en sus conquistas, aunque pocas veces interviniera de manera directa. Las mujeres del nuevo mundo, las conquistadoras y las conquistadas tuvieron en común dos cosas: su extremado valor por sobrevivir y el haber sufrido en carne propia las guerras de los hombres. La tragedia de Eurípides “Las Troyanas” es un canto dramático sobre las consecuencias de la guerra. En ella se nos cuenta cómo Troya ha sido vencida y arrasada hasta los cimientos. Hécuba, reina de Troya y ahora viuda y madre en duelo por sus hijos muertos, está en la playa junto con las demás mujeres troyanas, esperando ser repartidas entre los vencedores. “Las Troyanas” es un lamento, un himno de dolor por las víctimas más frágiles en las guerras: las mujeres y los niños. Hécuba, en su desesperación por que se reconozca la desgracia de las suyas grita: “Ojalá cobraran voz mis brazos y mis manos y mi pelo y mis pies, por el arte de Dédalo o de algún dios”

Hoy, día de conquistadores, guerreros y héroes, no nos olvidemos de ellas, las Hécubas de las Américas, mantengamos vivo su recuerdo e inmenso sacrificio. Puede ser que su duelo, dolor y victorias, si las hubo, sólo dure lo que dura un día pues, no en vano, efeméride comparte su raíz con efímero. Ellas, las conquistadoras y las conquistadas, también debieran celebrar hoy el valeroso recuerdo de sus vidas.