Cuando contemplamos la ciénaga de corrupción política e institucional en la que se ha convertido España, no podemos dejar de preguntarnos cómo ha sido posible llegar a este estado de degradación moral sin que se hayan activado los mecanismos de control diseñados para evitar el saqueo de fondos y el despilfarro de recursos públicos que se ha producido en nuestro país durante años.

Basta un somero análisis de la mayoría de los escándalos detectados para darnos cuenta de que solo con la complicidad, por activa o por pasiva, de los organismos públicos o privados encargados de velar por la legalidad de la actuación administrativa o de corporaciones sometidas a inspección, ha sido posible alcanzar las cotas de corrupción que han causado el escándalo de la ciudadanía y el descrédito de la clase política y de las instituciones democráticas.

Prácticamente han saltado por los aires todos los filtros destinados a impedir el saqueo de fondos públicos y el enriquecimiento obsceno de un grupo de desalmados que han convertido la política y la gestión de lo público en una actividad repugnante.

Todo ha obedecido a un plan premeditado para facilitar el desvío de fondos públicos a fines espurios. En primer lugar, se debilita el papel de los organismos encargados del control interno de la actividad administrativa. Así, los servicios de intervención, cuya finalidad no solo es el registro contable del gasto público sino también el control de legalidad, se debilitan hasta niveles ridículos. La fiscalización del gasto deja de ser previa y solo se revisan con técnicas de muestreo aleatorio un pequeño número de expedientes una vez pagados. Ya no existe la posibilidad de formular reparos que paralicen la tramitación de un mandamiento de pago. En cualquier caso, siempre fue una prerrogativa del órgano de gestión soslayar los reparos, elevando el expediente a la decisión del Consejo de Ministros u órganos de gobierno de las Comunidades Autónomas.

Para qué hablar de los ayuntamientos, en los que muchos de los interventores actuaban en funciones, sin nombramiento efectivo y, a veces, sin conocimientos o formación suficiente para realizar la misión que les correspondía. Dejaron de actuar como diques de contención ante las veleidades de gasto de los políticos y accedieron a todos sus caprichos. Les iba gran parte de su salario en juego. Ser dócil suponía mantener el sueldo que conllevaba un nombramiento caprichoso. Defender el principio de legalidad podía suponer su destitución fulminante, al no haber sido nombrados de forma reglamentaria. Muchos secretarios municipales desempeñaron el mismo papel de colaboradores necesarios para permitir el incumplimiento generalizado de la legislación en materia de administración local.

Por si esto fuera poco, las entidades dedicadas al control externo de la actividad económica y financiera de las empresas, tanto públicas como privadas, también fallaron estrepitosamente. Auditores de reconocido prestigio se han visto implicados en escándalos de todo tipo. La conclusión, en la mayoría de los casos, es que hacían las auditorias a gusto del cliente que les pagaba, incumpliendo su deber deontológico de verificar la realidad contable de las corporaciones que inspeccionaban.

El papel del ministerio fiscal también ha quedado en entredicho cuando se observan actuaciones en las que se ha actuado más como defensor de parte que como garante de la legalidad y de los intereses generales de los ciudadanos. La propia estructura de esta institución, basada en el principio de unidad de actuación y dependencia jerárquica, ha propiciado que, en algunos casos, fiscales comprometidos con su deber profesional, recibieran órdenes de retirar acusaciones contra destacados personajes del mundo de la política o las finanzas. El caso de Banca Catalana es un paradigma de esta forma de actuación.

La propia judicatura también tiene su cuota de responsabilidad. A diferencia de lo que ocurre con el ministerio fiscal, los jueces actúan bajo el principio de independencia y solo mediante los recursos que legalmente procedan pueden ser revisadas sus sentencias. Así, junto a jueces heroicos, verdaderos paladines de la legalidad, podemos encontrar otros cuya actuación sería merecedora del más severo de los castigos.

En la crisis del sistema financiero, han jugado un papel protagonista, en cuanto a su grado de responsabilidad, los agentes reguladores de la actividad bancaria y empresarial. El Banco de España falló en su obligación de revisar la contabilidad de las entidades de crédito y aceptó balances claramente falseados. El que el presidente Zapatero calificaba como mejor sistema financiero del mundo, hacía aguas por todas partes con la complicidad de la institución que debía controlarlo.

La Comisión Nacional del Mercado de Valores, cuya obligación es velar por la transparencia de los mercados y proteger a los inversores, ha dado también claras muestras de ineptitud en el cumplimiento de sus deberes, propiciando actuaciones tan lamentables como la salida a bolsa de Bankia o la estafa de Gowex.

El Tribunal de Cuentas, como máximo órgano fiscalizador de la contabilidad y de la gestión económica del Estado, es un retiro dorado en el que colocar a los partidarios de los gobiernos de turno que les han servido lealmente. Un cementerio de elefantes. Un órgano inoperante que se dedica a hacer informes inútiles y que, en escasísimas ocasiones ha recurrido a la fiscalía para exigir responsabilidad penal a los autores de hechos que podían ser constitutivos de delito.

La responsabilidad patrimonial de los ordenadores de gastos y de pagos que han contraído deudas en nombre de la Administración sin que exista consignación presupuestaria para ello, jamás ha sido exigida. Si esto hubiera ocurrido, se hubiera evitado el bochornoso espectáculo de facturas guardadas en los cajones por importe de miles de millones de euros.

La externalización de servicios y gestiones para eludir el control, aunque fuera escaso, de la actuación administrativa, ha sido también fuente de la corrupción galopante que ahora se está descubriendo. Las comisiones y sobrecostes que han generado han enriquecido tanto a particulares como a los propios partidos con responsabilidad de gobierno a cualquier nivel.

Todos los resortes de que disponía el Estado para impedir el saqueo y la rapiña de los fondos públicos han fallado y se han revelado absolutamente ineficaces. Son parte del tinglado de pura apariencia que ha sustentado hasta ahora al régimen de 1978. Han sido parte de un decorado de cartón piedra que nos ha hecho creer que realmente vivíamos en un Estado de Derecho. La realidad es mucho más prosaica. En este país, del rey abajo, todo el que ha podido se ha dedicado al pillaje y al robo y lo ha hecho ante la pasividad de los que tenían el deber de evitarlo. Lo peor es que todos los que debían vigilar y no lo hicieron han quedado impunes. Nadie ha pagado ni pagará por esto. ¿Quién vigila a los vigilantes?