Escribo este artículo cuando apenas hemos superado el ecuador de la campaña electoral. Cosas de mis editores, que piden que mis colaboraciones estén en su poder al menos una semana antes de la fecha en que se publica la edición en papel de Ceuta al Día, generalmente los martes.

Así pues, ignoro cuál será o habrá sido el resultado de las elecciones, que ya se conocerá cuando esta opinión vea la luz. Si hacemos caso a las encuestas, el PP habrá arrasado y los disidentes, cautivos y desarmados, habremos de pasar, una vez más, bajo las horcas caudinas.

Los vencedores podrán cantar alegremente su victoria. Tendrán la legitimidad democrática que dan las urnas. Pero nada más, ni tampoco menos. Tendrán más votos, pero no más razones. Son las reglas del juego del sistema democrático. Lo cual no quiere decir que el sistema sea infalible. La Historia nos ha dado muchas pruebas de ello. No siempre ganan los mejores. Democráticamente llegó Adolf Hitler al poder y ya sabemos cuales fueron las consecuencias. Es posible, y esto no lo sabremos nunca, que Franco hubiera ganado también unas elecciones si se hubiera presentado, máxime teniendo a su servicio todo el aparato del Estado. Así ganaba los referéndums, casi por unanimidad.

Que sean más los que desean una cosa o a una persona no es garantía de infalibilidad, simplemente asegura que el acierto o el error sea compartido por una mayoría. Nada más. No obstante, cuando uno participa en un juego, no le queda más remedio que aceptar sus reglas y someterse a ellas. Valen tanto para ganar como para perder.

Confío, si embargo, en que la anunciada victoria del PP no haya sido tan aplastante como se pronosticaba. Que al menos haya quedado algún rescoldo en la oposición de lo que algún día fue la llama que inflamó a un pueblo orgulloso e indómito que no se resignó a asumir el indigno papel de súbdito. Que no todos los ceutíes hayan llegado a prostituir su voto por una promesa falsa.

La campaña electoral ha sido feroz y despiadada. El PP, los buenos, con toda la artillería mediática que les proporciona su posición hegemónica en las instituciones locales, no ha dudado en utilizar cualquier argumento, por repugnante que pudiera ser, para intentar destruir a sus rivales. Ha recurrido al insulto, la calumnia, la descalificación personal y a la difamación de sus adversarios. No ha escatimado medios en procurar la aniquilación de los que considera enemigos de su régimen, nacido para durar mil años, como el Tercer Reich.

Los demás han hecho lo que han podido. Combatir contra un gigante con apenas un alfiler, como el increíble hombre menguante de aquella película de ciencia ficción de mediados de los cincuenta. Habrá que reconocerles también su mérito y su valor. Cuando no se puede ganar habrá que conformarse con procurar hacer gloriosa la derrota. Seguir luchando y esperar tiempos mejores.

Para mí, lo más sorprendente e inusitado de esta campaña ha sido la invocación permanente que ha hecho el candidato del PP, el honorable Vivas, a la obtención del voto por él y para él. Si me queréis, votadme. Ha sido su reclamo electoral. ¡Viva Vivas! Ha sido el lema sobre el que ha girado la campaña del Partido Popular. El culto a la personalidad del líder. El nuevo caudillo. El hombre providencial que ha renunciado a su vida personal para cumplir la tarea mesiánica de guiar a los ceutíes por la senda del progreso y alejarnos de los malvados desafectos a la causa del bien que se encarna en este enviado celestial, llamado a redimir a su desventurado pueblo. El arráez que dirige con mano firme el timón de la nave que surca los procelosos mares de la crisis que azota, inmisericorde, al hemisferio occidental y particularmente a esta España nuestra.

Como al invicto Caudillo, a Vivas se le disculpa cualquier iniquidad que pudiera cometer, por muy abyecta que sea. Se dice de él, como de su trasunto, que el malo no es él, sino los que le rodean. Como si él no fuese responsable del nombramiento de sus colaboradores. Como si no fuese él quien ha construido una candidatura y un gobierno hecho con los cascotes sacados de la escombrera del GIL y unos cuantos pretorianos a los que solo se les pide adhesión inquebrantable a la persona del líder.

Cuando una persona se impone a las ideologías y reclama la sumisión a su voluntad, la fe ciega en su criterio y la obediencia a sus dictados, se abre un abismo que acabará tragándonos a todos, tanto a los que la adoran como a los que la aborrecen.

El tiempo, como siempre, dará o quitará razones.