En lo que parece que se han puesto de acuerdo los científicos es en que la felicidad es ante todo un estado emocional activado por el sistema límbico (cerebro emocional), en el que el cerebro consciente tiene poco que decir. Pero también, la felicidad es un gasto de mantenimiento, pues todos los organismos vivos se enfrentan a la alternativa de decidir qué parte de sus recursos limitados dedican a perpetuar su especie. Como dice Punset, la especie humana, al igual que todos los homínidos, se caracteriza por tener un sistema de reproducción muy ineficaz, pues necesita mucha inversión para perpetuarse. Por esta razón, cuando el hombre no superaba los treinta años de vida (aún hoy día en Sierra Leona ésta es su esperanza de vida), era contraproducente invertir mucho en mantener su organismo, ya que el alto coste de su reproducción y lo efímero de su vida no lo hacía rentable. Por ello, el mantenimiento de la salud o la conquista de la felicidad no entraba en sus cálculos. Esta felicidad se dejaba para el más allá, lo cual convenía muchísimo a los gobiernos (también hoy).
El asunto es que hoy día, gracias a los avances de la ciencia, las personas se encuentran con un plus de 40 o 50 años más, respecto a lo que era normal hace muy poco. Incluso hay investigaciones que nos hablan de que nuestros organismos están programados para aguantar en torno a los 400 años. Es decir, el hombre tiene futuro, por primera vez en su dilatada historia. Y además, este futuro deja de ser monopolio de la juventud. El problema está en cómo plantear las bases de la felicidad y, además, hacerlo para todos y de forma compatible con el mantenimiento de la vida en el planeta.
El psicólogo positivista Seligman distingue dos fuentes de la felicidad: el placer y el sentido que da a la vida un determinado compromiso. En el primer caso, la felicidad acaba cuando acaba el placer. En el segundo caso, la felicidad perdura todo lo que perdure el propio compromiso. Es decir que una inversión excesiva en bienes materiales, como ocurre hoy día, en detrimento de una escala de valores y un compromiso, originarían más infelicidad. Por tanto, el asunto está claro. La felicidad está aquí, pero tenemos que conquistarla.
En vista de lo anterior, y si los científicos están en lo cierto, se me ocurre que una buena forma de ser feliz sería comprometiéndose con Ceuta y su futuro. En este caso, un corolario lógico al que se podría llegar sería que el Delegado del Gobierno es una de las personas más infelices de Ceuta, aunque él no se haya enterado aún.