Crítica de cine: Watchmen. Historia de una adaptación imposible


Crítica de cine: Watchmen. Historia de una adaptación imposible

Terry Gilliam dijo una vez que Alan Moore tenía razón, y que adaptar Watchmen al cine era imposible. Hoy, muchos años después, el tiempo ha demostrado dos cosas. La primera, Moore y Gilliam estaban en lo cierto. La segunda. Seguramente cualquiera de los dos sabe mucho más sobre cine (e incluso sobre cómics) que Zack Snyder.

Porque el mejor término para definir el megalómano intento de Snyder de trasladar a la pantalla grande las más de 300 páginas de la obra maestra de Moore y Dave Gibbons es el de proyecto fallido. Y en el principal problema, radican en la misma esencia de lo que es Watchmen. El cine es un medio eminentemente narrativo, en el que la trama lo significa todo. El cómic, aunque no lo parezca, es un elemento mucho más cercano a la literatura de lo que parece, y al igual que esta puede permitirse que la historia sea una mera excusa para desarrollar otros objetivos, que es justo el caso de Watchmen. El cine en el que la trama se convierte en una excusa se queda en ejercicios coloristas de puesta en escena, en pequeñas figuritas de cristal sin alma. Y en el caso de la adaptación de Snyder, a veces la figura parece incluso desproporcionada y grotesca.

Watchmen supuso una revolución en el mundo del cómic, especialmente en el género de superhéroes. La historia de Moore y Gibbons significó la deconstrucción del tebeo de superhéroes, un ejercicio de estilismo que hirió mortalmente el género, que sólo ha podido comenzar a recuperarse cuando se ha desandado el camino y rescatado sus características más clásicas. Pero Watchmen fue además una demostración de pulso narrativo, una estudio psicológico de arquetipos y personajes, un esfuerzo sincero de dotar de hondura y calado a historias que nunca se habían tomado demasiado en serio. Watchmen reventó el cómic de superhéroes acelerando su composición a la enésima potencia. Snyder se ha limitado a llevar a cabo una graciosa curiosidad, una bagatela.

Porque al igual que el Dr. Manhattan en el propio universo de Watchmen, los personajes apenas son importantes para Zack Snyder, que se muestra como un demiurgo esteta y poco responsable, con nulo interés en su propias criaturas, más interesado en lograr el onanista placer del creador de imágenes que del desinteresado goce del contador de historias.Pero es que hasta en la puesta en escena se equivoca el director, que apuesta por una narración salvaje, violenta, descompasada, que difícilmente acompaña el ritmo al que parece que realmente debía latir la película. Snyder, además, se muestra de nuevo obsesionado con la violencia y el sexo, que se prostituyen desde el papel de herramienta que tenían en el cómic original, en los que aparecían, sí, pero sin protagonismo sino como medios, para convertirse en manos del director de Wisconsin en una exaltación. Snyder se sumerge en una orgía de sangre y piel desnuda, sin concesiones, sin interés, sin propósito. La fidelidad extenuante hacia la viñeta se convierte además en un salto hacia adelante para tratar de condensar en el reducido metraje la mayor cantidad de información y acontecimientos posibles, desmadejando la fluidez de la narrativa y convirtiendo la película en un almacén de retales mal hilvanados.

Pero no todo es malo. Como he dicho anteriormente, se trata de una curiosidad, no de un horror. Y es el que en el fondo de Watchmen sigue latiendo el corazón de una obra maestra, el reflejo deformado de una leyenda que para los que la conocieron en su esplendor todavía es capaz de insuflar un hálito de esperanza, como el aficionado que, al ver a Maradona golpear una pelota, es capaz de observar más allá del peso de los años y los excesos, y todavía disciernes un halo de luz que brilla desde un pasado que, como si fuera el propio Dr. Manhattan, es capaz de experimentar en el mismo instante. Por otro, la secuencia de créditos de inicio, seguramente lo mejor de las dos horas y media de metraje. La única idea original en la adaptación, y en la que por un momento el director se olvida de su enaltecimiento visceral, y la violencia deja paso a la crudeza, el ritmo acelerado a la narración pausada, acentuada por las notas del maestro Dylan. Y por último, Malin Akerman, turbadora presencia que hechiza con magnetismo irracional enfundada en su imposible traje de látex.

Lo que no puede ser no puede ser, y además es imposible. Moore y Gilliam tenían razón. Watchmen fue un gran cómic, puede que el mejor de la historia, pero nunca será una gran película.

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