La primera vez que visité Estepona fue allá por el año 2000. Lo hice en compañía de unos amigos, en esa época en que, apenas superada la veintena de años, no importaba la incomodidad de hacinarnos ocho o nueve en un piso en un caluroso agosto, si aquello nos permitía pegarnos un garbeo por una costa de agosto que era un mito, por aquello de la noche, las guiris y demás.

Qué quieren que les diga, me gustó aquello. Era, efectivamente, un buen lugar para que un grupo de chavales recien incorporados al mercado laboral se pegase un homenaje. Pero tampoco era una capital turística sórdida ni frívola. Conservaba aún el encanto de aquel pueblecito de pescadores que dicen que fue y del que, entre otras cosas, venían los primeros cargamentos de fruta a la Ceuta del siglo XIX.

Daba gusto poder caminar y no tener que preocuparte de no hablar inglés para pedir un café o un paquete de tabaco, como ocurría en la cercana Mijas. En una cafetería cercana a la Plaza del Huevo, ya nos conocían por nuestro nombre a los dos días de entrar allí. Había turismo, si, pero la Estepona que yo conocí no estaba masificada, debido en buena parte a la pujanza de la vecina Marbella, y era un turismo nacional, de gente currante que huía de Madrid, Sevilla o Extremadura para pegarse un bañito en El Cristo. Me gustaba perderme por la mañana por el paseo marítimo, mientras mis temporales compañeros de piso dormían y tapear alrededor de la Estación de Autobuses, para pasar la noche callejeando por el puerto deportivo.

Estepona, al igual que Marbella, ha sido salpicada por la corrupción, por lo peor de un sistema que empieza a presentar serios síntomas de carcoma y que conviene revisar antes de que se nos venga abajo del todo. No me da ninguna, pero ninguna lástima, ver entrullado a quien se supone metió la mano en caja pública, si asi lo decide la Justicia. Es más, creo que ya puestos a detener alcaldes y concejales corruptos y a apagar ascuas inmobiliarias arrimadas a la sardina municipal, hágase todo de una vez y en todo el territorio nacional.

Lo que me duele es que Estepona, en la que conservo alguna amistad a la que llevo tiempo debiéndole una visita, y Marbella, de donde proceden mis ancestros, sean vistas como cuevas de ladrones donde sus ciudadanos son exclusivamente guiris o adinerados especuladores. Yo he conocido a esteponeros honrados, que son muchos y no juegan al golf ni llaman por teléfono para quitar montículos de la playa que les molestan al correr. Y por ellos, merece la pena que no se generalice y se limpie no sólo el ayuntamiento, sino la imagen de esa hermosa ciudad.