A estas alturas de la Historia, cualquier persona que se haya asomado con un mínimo de curiosidad a informativos, documentales, libros o películas entenderá como familiares los nombres de Oscar Schindler, Joseph Menguele, Nagasaki, Winston Churchill y, como no, Adolf Hitler. Alrededor del Genocidio Hebreo han corrido rios de tinta. Alrededor de la II Guerra Mundial se ha creado una especie de mitología, de toque romántico, una suerte de mercadotecnia para delicia de Hollywood y los vendedores de libros.

Igual suerte han corrido Salvador Allende, Pinochet, La Moneda o Victor Jara. Las manos partidas del cantautor, las fosas comunes en las afueras de Santiago y la tiranía del peor hijo del cono sur han servido, también, para formar una leyenda. Macabra y detestable, por cierto, como la anterior.

Alrededor del mundo de la guerra siempre ha habido tópicos, frases que dulcifican o mitifican parajes detestables de la historia de la humanidad. El "Prefiero morir de pie a vivir siempre arrodillado" da una imagen de rebeldía, dignidad, orgullo. Pero está pronunciada por un personaje, Ernesto "Che" Guevara, que fue ídolo de mi juventud. Hasta que me dio por leer y llegar a la conclusión de que mi ídolo tenía pies de barro, y que no es oro todo lo que reluce. A un criminal nazi como el Mariscal Rommel se le llama eufemísticamente "El Zorro del desierto". De Napoleón, acomplejado y liberticida, se destaca siempre su sentido de la estrategia. A Lenin se le recuerda por tirar abajo la opulencia de los zares en lucha contra la desigualdad. Sin tener en cuenta los crímenes cometidos en nombre de la hoz y el martillo, empezando por el de la propia familia Romanov. Sin embargo, a la vergüenza colectiva más reciente, y a las víctimas del más escabroso episodio genocida de la historia de la humanidad, ni siquiera se le ha dado la popularidad y divulgación que merecen. Los criminales por sanguinarios y las víctimas por dignidad.

Siempre en abril, película francesa que narra en el contexto de dos hermanos el cruel genocidio de Ruanda, nos recuerda que el asesinato indiscriminado a machetazos de cientos de miles de personas no ocurrió en las antípodas de la historia. Hace, simplemente, trece años. Y hace trece años, el mundo volvió la vista hacia otro lado. "No tenemos petróleo, ni diamantes, ni nada que les pueda interesar", comenta en una escena de la película un sanguinario coronel a la subsecretaria de Estado norteamericana. Y no le faltaba razón.

Clinton y Gore -si, el mismo del Nobel de la Paz ¿?- prohibieron hablar de genocidio, porque la asunción de esa palabra para definir lo que pasaba en Ruanda obligaba a los Estados Unidos y aliados a una intervención militar de la que nada bueno podían sacar. ¿Ochocientos mil negros muertos a machetazos en algún lugar de África?. Qué poco rentable, que poco "progre", que poco glamour.

Pero no sólo fallaron los americanos. Belgas y franceses, ex potencias coloniales de la zona, se encargaron de recoger lo suyo, apagar la luz y darse el piro -¿a qué nos suena?-. Por no hablar del lamentable papel de la Organización de Naciones Unidas, que sólo cuando la sangre era demasiado evidente para ocultarla tuvo a bien reunir el Consejo de Seguridad para emitir un comunicado de condena.

Ruanda y su genocidio supusieron, en mi vida personal, mi primera y casi última colaboración con una ONG. Fue lamentable, aún en mi minoría de edad, patearme las calles de Ceuta, recoger dinero acompañado de un único amigo, para comprobar después como, en un verano agosteño en el que muchos empezábamos a oir hablar de Centroafrica, quienes no se habían levantado de las mesas de las casetas de feria se daban de hostias para salir en la foto de la prensa local y llamar a la solidaridad con Ruanda. "Qué trabajen los niños", dijo alguno de los presentes, que al menos tuvo la decencia de ocultar la barra de pinchitos y la Cruzcampo para poner cara de pena al inmortalizarse.

Siempre en abril, al igual que Hotel Ruanda, El último Rey de Escocia o Diamantes de Sangre son películas que deben verse, si o si. Al menos para entender que, quien viene a nuestro país huyendo, no lo hace por gusto. El "puto negro" al que emplazamos a que se vaya a su "puñetero país" es un desheredado de este mundo, al que sólo le quedó huir para tener una opción de respirar sin buscar comida entre los restos de fosas comunes. El genocidio acabó, pero personajes como Felicien Kabuga siguen sueltos.

Recomiendo estas películas, insisto, como recomiendo que miremos, que nos documentemos sobre lo que pasó no hace tanto tiempo y sobre lo que pasa actualmente en Darfur . Sobre todo, y en este país, en lo referente a la Radio de las Mil Colinas . Y, cada cual, que saque conclusiones.

Juan José Coronado - El barco de arroz