- El fascismo es el capitalismo en crisis. Cada vez que el poder ve peligrar su estatus y sus privilegios aparece un salvador de la patria dispuesto a frenar cualquier levantamiento popular revolucionario o que, sencillamente, busque un modo de vida más justo y solidario.

La “cruzada” de Franco contra la República fue financiada por una banca española que no aceptó la victoria del Frente Popular en las urnas; Hitler le vino muy bien a los bolsillos de la burguesía alemana y muy mal a los derechos de los trabajadores; el golpe de Estado de Pinochet en Chile, como tantos otros en América Latina y Oriente Medio, fue organizado por la CIA y supervisado desde la Casa Blanca, al igual que el asesinato de Lumumba en el Congo.

Los ejemplos que demuestran que el fascismo surge como respuesta a los movimientos populares de izquierda son infinitos, Bernardo Bertolucci lo expone muy bien en “Novecento”. Los fascistas se disfrazan de representantes del pueblo, prometen igualdad y derechos, podríamos decir que se visten de “proletarios” porque saben que la mayoría social de un país nunca la forman los ricos, sino los trabajadores, y es a estos a los que hay que convencer.

Pero a diferencia de los verdaderos movimientos de izquierda, movimientos que exigen un estudio del sistema capitalista, de sus mecanismos a nivel global, de sus estructuras, del funcionamiento de las empresas transnacionales, de los movimientos colonizadores, del porqué de las desigualdades, de cómo se acumula el capital, del poder de la economía en la política, etc, el fascismo ofrece algo muy atractivo para los perezosos mentales: un enemigo fácil de culpar. Este enemigo al que odiar puede ser el inmigrante, el sindicalista, el comunista, el judío o la “clase política”. Hoy día nos encontramos con una situación convulsa en todos los ámbitos y el discurso que precede al fascismo puede oírse y sentirse en cada esquina.

La corrupción debe ser duramente castigada, pero que por culpa de los políticos corruptos se esté llevando a cabo una campaña contra la política sólo puede desembocar en la llegada de “alguien que ponga orden”, es decir, en la llegada de un fascista. Bárcenas, Rato, los del Gürtel, los del ERE en Andalucía y todos los de su calaña sólo merecen el más profundo de los desprecios, pero luchar contra la corrupción política no debe significar luchar contra la política y desde luego, acabar con la corrupción no significará acabar con la crisis ni con los problemas que de ella nacen.

No acabará con la crisis porque el objetivo -el más poderoso- al que debemos apuntar no se encuentra en el sillón de ningún Congreso ni de ningún Ayuntamiento, sino en los Consejos de Administración de las grandes empresas, en el FMI, en el BCE y en los edificios de todos estos organismos que nos resultan últimamente tan familiares pero que continuamos sintiendo tan lejanos. Mientras todos nos tiramos al cuello de Bárcenas -que espero que se pudra en la cárcel-, los verdaderos culpables de la situación actual, los Botín y compañía, los que dirigen el funcionamiento del capitalismo neoliberal, del sistema que produce las crisis que siempre pagan los pobres y que hace posible que 100 personas ganen en un año una fortuna que acabaría cuatro veces con el hambre en el mundo, se descojonan y con razón. La política no debe ser despreciada. Hay que reivindicar la política, perseguir a los corruptos que en ella se encuentran y rescatarla de las manos del poder económico mundial. Usar el discurso facilón de “todos los políticos son iguales” para ignorar la realidad del sistema sólo tiene un nombre: fascismo.

Es importante que comencemos a identificar el problema y nos dirijamos hacia su raíz. La culpa no la tienen los políticos, simples capataces. Sus decisiones obedecen a un orden de las cosas de dimensiones globales, a unas superestructuras de poder globales. El político corrupto es un chorizo y como tal debe ir a la trena, pero el centro del debate no debe ser lo ilegal, sino lo legal. Lo preocupante no es que alguien se haga rico robando, sino que el robo sea legal y esté bien visto por la sociedad. Mientras sigamos viendo como “legal” y justo que un puñado de personas concentren en sus manos aquello con lo que podrían vivir millones, no podremos quejarnos de los salarios bajos, del paro o del hambre. Lo malo no es el incumplimiento de las leyes de un sistema miserable; lo malo es el sistema miserable que para desarrollarse necesita paro, hambre y precariedad. Si no somos capaces de verlo y procesarlo, el fascismo volverá a surgir. Ahí tenemos el ejemplo de Amanecer Dorado en Grecia.

Algunos me tacharán de iluminado. Nada más lejos de la realidad. Yo no tengo las respuestas ni sé cuál es el modelo de sociedad más justo, pero desde luego sé que este, económicamente hablando, es de los peores. Sé que el problema no es la crisis, sino el capitalismo al que es inherente. La crisis, sencillamente, está mostrando a algunos la cara B del capital. Y lo que nos asola no es nada si lo comparamos con lo que continentes como África o América Latina han sufrido y siguen sufriendo por culpa del mal llamado “sistema menos malo”. Apuesto a que esta definición no la acuñó ninguno de los 1.000 millones de africanos, ni los millones de latinoamericanos explotados por EEUU, ni tampoco ninguno de los padres y madres de familia del mundo entero que tienen que ver a diario como el fruto de su trabajo se lo reparten entre cuatro millonarios. Fijo que no fue ninguno de ellos.

Es falso eso de que el capitalismo es un sistema que permite crecer al emprendedor, que hace que el ser humano pueda aspirar a alcanzar lo que se propone y que premia el esfuerzo duro. Esa es su carta de presentación, que disuelve toda idea de colectivo entre los millones de trabajadores y pobres del mundo, que se nutre del individualismo de los de abajo y de que el obrero piense que si trabaja duramente podrá llegar a ser rico. Este caso, por simple estadística, sólo podrá darse en un número más que ridículo de ocasiones y mientras tanto, las grandes masas sociales continuarán trabajando por miserias, pasando hambre y necesidad y colaborando activamente en la acumulación de riquezas de una vejatoria minoría.

Es necesario reconocer al verdadero enemigo, luchar contra las instituciones que lo representan y contra los partidos políticos -no contra la política- que lo apoyan (Partido Popular a la cabeza). Si todos lo hacemos, el fascismo no podrá acaparar el descontento popular, algo en lo que ya está trabajando y avanzando.