- En 1961, Hannah Arendt acudió como corresponsal de The New Yorker al juicio del teniente coronel de las SS, Otto Adolf Eichmann, en Jerusalén, una especie de “segundo Núremberg” que causó una gran conmoción intelectual en la filósofa.

La película que lleva su nombre por título, dirigida en 2012 por Margarethe von Trotta, nos relata los ataques que la famosa autora de “Los orígenes del totalitarismo” sufrió tras publicar los artículos -que más tarde se reunirían en su libro “Eichmann en Jerusalén”- producto de su cara a cara con el oficial nazi.

La conclusión que Arendt sacó de aquella experiencia, y que refleja la película, se resume en lo que ella misma denominó “La banalidad del mal”. Eichmann no era un monstruo, no era una bestia ni un demonio antisemita sediento de sangre. Es más, ni siquiera era antisemita. Eichmann no era más que un burócrata mediocre ejecutando órdenes. Lo que Hannah Arendt, negro sobre blanco, afirmaba a principios de los años 60 es que para que el mal arrase no hacen falta psicópatas ni malvados, sino personas normales desprovistas de aquello que les hace humanos: su capacidad de pensar. Eichmann no pensaba, sólo obedecía.

Hannah Arendt desmitificó la maldad y puso a toda una sociedad frente al espejo de la culpa. Muchas personas que se creían libres de responsabilidad se vieron de repente como colaboradores pasivos de la barbarie, incluida una comunidad judía a la que la provocadora pensadora también incomodó con su análisis filosófico.

Arendt era alemana y judía, tuvo que exiliarse de su país tras el ascenso de Hitler y hasta pasó una temporada en un campo de detención en Francia. No importó. Desafiar al pensamiento único e intentar aportar algo de luz sobre un tema tan delicado como el Holocausto le costó ser vilipendiada. Acusada de defender a Eichmann, las llamadas telefónicas a The New Yorker pidiendo su cabeza se convirtieron en una constante, al igual que las cartas tachándola de nazi y “judía antijudíos”. En la película apreciamos como sus amigos, preocupados, le piden que dé una explicación pública, algo a lo que, de primeras, se opone. “No quiero defenderme ante esos imbéciles”, afirma en una escena. Finalmente, y tras observar como los ataques no dejan de producirse, la protagonista cede: “Muchos me han acusado de odiar a los míos y de defender a los nazis. Eso no es un argumento. Difamación es su nombre. Yo nunca he defendido a Eichmann (…). Intentar comprender no significa perdonar, así que toda mi responsabilidad es comprender y será también la responsabilidad de cualquiera que desee escribir o estudiar sobre este u otro tema”.

Es probable que al ver “Hannah Arendt”, muchos piensen en las absurdas y cínicas acusaciones de antisemitismo que el sionismo ha vertido estos días sobre los que hemos condenado la brutalidad injustificada del estado de Israel. Yo, sin embargo, veía la cinta y pensaba en Pablo Iglesias y Podemos. Hannah Arendt trató de buscarle una explicación racional y filosófica al terror nazi y al mal en general, aprovechando los canallas y los estúpidos para acusarla de justificar a los asesinos. Pablo Iglesias dijo hace unas semanas que el terrorismo, como fenómeno político, tiene explicación política, siendo acusado de lo mismo. La historia se repite. Aportar un punto de vista profundo y meditado sobre los temas sensibles continúa siendo utilizado como arma arrojadiza por parte de aquellos a quienes beneficia mantener a la población en estado de hipnosis. Nuevos escenarios y nuevos temas. Mismos canallas y mismos estúpidos. Hannah Arendt tenía razón: para que el mal tirunfe no hacen falta malvados, sino gente dispuesta a no pensar.