Aquella tarde de Marzo, Percival no se encontraba bien. Un agudo dolor en el pecho le avisaba de que algo iba mal, a pesar de que él insistía en decir que todo estaba bien (“all is well”). No le dio importancia, tenía una misión que cumplir: informar de la hora a sus vecinos. Y así, puntualmente, recorría las calles, volvía a la plaza y se sentaba en la puerta de la taberna a esperar la siguiente hora para seguir con su tarea. Cerca de la medianoche, cuando volvía para dar el último parte horario, el reloj de Percival Forrester se paró. Tenía que haberle hecho caso a su dolor pectoral, pero no lo hizo y ahora, su corazón no pudo soportar tantas carreras calle arriba y abajo. El pobre Percival murió solo, en un callejón oscuro, sin saber que al mes siguiente, el Parlamento derogaría la ley, debido a problemas de administración y cobro. Y lo que tampoco supo nunca es que, años más tarde su expresión “of the clock” se acortó hasta “o’clock” y empezó a usarse para denominar las horas en punto, que es como ha llegado hasta nuestros días.