- Jueves 3 de octubre de 2013. Naufragio de un barco repleto de inmigrantes frente a la costa de Lampedusa.

Cerca de dos centenares de cadáveres recuperados. Otro centenar siguen desaparecidos.

La cifra de muertos estremece. Pero estremece más todavía pensar que ese es sólo un pequeño porcentaje del total de personas fallecidas durante las dos últimas décadas en las fronteras de la Unión.

En esta ocasión, la inusitada acumulación de víctimas en el mismo siniestro, unida a la vergüenza a la que aludió el Papa Francisco, ha conseguido que la tragedia se haga un hueco importante en los medios.

Los tonos del lamento y la protesta han subido algunas octavas. Más allá de las palabras de Bergoglio, organizaciones como Migreurop, por ejemplo, hablan sin tapujos de una Europa Asesina.

Sin embargo, desde las instancias fronterizas oficiales sigue sonando la misma vieja y conocida melodía. Quienes gestionan la movilidad humana en las fronteras exteriores de la Unión siguen enfatizando la necesidad de combatir a las mafias. Mientras tanto, las susodichas siguen instaladas en una suerte de agosto perpetuo: cuanto más se restringen las vías de acceso legal a la UE, más necesarios, demandados y caros resultan sus servicios. Cuanto más blindados física y burocráticamente están los contornos de la UE, más peligrosas son las rutas que los migrantes se ven obligados a tomar. Y más aumentan, por tanto, las probabilidades de que éstos acaben siendo engullidos por el mar.

En breve, los focos de las cámaras se apagarán en Lampedusa. Pero el mismo régimen fronterizo seguirá activo. Presumiblemente, hasta que los veintiocho no decidan darle un vuelco, la lista de muertes en las puertas de la Unión seguirá alargándose. La vergüenza de la que habló el Pontífice no es circunstancial. Viene de lejos. Y si no cambia el rumbo de la política fronteriza e inmigratoria comunitaria, aún le quedará un largo camino por recorrer.