El Heraldo Real lo anunció ayer a los cuatro vientos: los Reyes ya están de camino. Lo estaban, más bien. Pese a que no estaba previsto que llegasen a la ciudad autónoma hasta mañana por la mañana, Sus Majestades se han adelantado. Al fin y al cabo, son Magos; pueden hacer casi cualquier cosa que les venga en gana.

Tras un largo periplo a lomos de sus respectivos camellos, Melchor, Gaspar y Baltasar ya han arribado a Ceuta. Su primera parada no ha sido el Baluarte de la Bandera; tampoco el Palacio Autonómico; los de Oriente se han estrenado en suelo caballa dedicando tiempo a ese colectivo que tan desatendido suele estar durante el transcurso de estas fechas: nuestros mayores.

La bendita culpa de que la tercera edad haya acaparado parte del tiempo y la atención de los Reyes la tiene la Fundación Cruz Blanca: en un gesto de deferencia, la entidad se ha hecho momentáneamente con los servicios de Sus Majestades para el deleite exclusivo de los (muchos) usuarios de Nuestra Señora de los Ángeles.

Todos cuantos residen en el centro habían sido puestos sobre aviso con antelación más que suficiente. Luego de varias jornadas de espera y aguante, el grupo veía, por fin, cómo las palabras se traducían en hechos. La tríada irrumpía en la residencia poco antes de las cinco y media de la tarde de este frío 4 de enero. Lo hacía, como era de esperar, entre aplausos, vítores y algún que otro gesto de cariño.

Está claro que uno no recibe en su propia casa todos los días a Melchor, a Gaspar y a Baltasar. La ilusión se palpaba en el ambiente; había ganas. Después una breve ronda de saludos, los Reyes ocupaban sus tronos para descansar momentáneamente de tanto viaje. La fiesta, sin embargo, no iba a acabar ahí; la cosa no había hecho más que empezar.

Con Sus Majestades ya reposando, un coro formado por varios miembros de la Hermandad de los Franciscanos hacía su entrada en escena. Pandereta en mano, la agrupación ha amenizado la velada a ritmo de clásicos tan clásicos como Hacia Belén va una burra, Ya vienen los Reyes Magos y Cantemos, cantemos.

Nada más resonar en la zona los primeros compases, los más valientes se adherían desacomplejadamente al directo. Aquellos que, bien por vergüenza, bien por no conocer la letra, permanecían callados, optaban, simplemente, por secundar la función a golpe de palmada.

Terminado el espectáculo, llegaba la hora de la merienda. No podía ser otra cosa: roscón. Lo había tanto con azúcar como sin ella. El acompañante en ambos casos ha sido un cacao soluble bien calentito. En taza o en vaso, eso daba igual; lo importante era reponer fuerzas. Así, entre villancicos y comilonas, nuestra tercera edad ha disfrutado de una tarde en la que, claro está, la guinda la han puesto los de Oriente.