Es muy difícil medir el dolor, ese dolor del alma que sube desde los ovarios a la garganta y te impide respirar con normalidad. El dolor se va abriendo paso por toda tu alma cubriéndote de ojeras azules, llenándote de lágrimas los ojos y dejándote las manos vacías y solas. Es tu dolor, tu propio dolor.
Pero luego se enlazan los dolores como enredaderas y te duele el dolor de los que amas, te duele verlos doloridos y sabes que a ellos les duele verte doliente, y tú disimulas, y disimulan ellos cubriéndolo todo de un barniz de frivolidad.
Murió el lunes, tenía cincuenta y siete años, era uno de los hombres más buenos que he conocido. Le gustaba el Madrid, la música, sus hijos, el mar perdía horas enteras cocinando. Pasábamos las tardes de Nochebuena adornando la mesa con platos creativos, bonitos a la vista, sabrosos al paladar, le gustaba descorchar las botellas de vino y amenazarnos con el disparo del corcho del cava.
Sólo a amó a una mujer ,que lo amaba, y ha tenido la suerte de morir a su lado.
Hablaba con dulzura, intentaba que las palabras no hicieran daño, era fuerte porque era capaz de amar, y sabio porque descubrió que lo único importante es tener a gente que te quiere cerca.
Le dolía demasiado el cuerpo, pero evitaba que ese dolor les salpicara a los otros, porque lo que más le dolía era dejarlos solos. Huérfanos a los hijos, viuda a la mujer, destrozados los padres, sola la hermana, vacíos los amigos .
Había tanto dolor en el hueco que el dejaba que prefirió aguantar con el dolor a cuestas hasta que el cuerpo no pudo más.
Se ha ido, nos ha dejado con el dolor compartido de su ausencia, con el dolor de no volverlo a ver más.
Compartimos útero, casa, padres… Era mi hermano.