Aróstegui, durante un acto de graduación en el IES Puertas del Campo.
- He dirigido el IES Puertas del Campo durante treinta años. He tenido la suerte y el privilegio de disfrutar haciendo algo que me satisfacía plenamente. Esto no es fácil ni frecuente. Por eso siento la obligación de mostrar mi más profundo agradecimiento a cuantas personas han participado en esta larga aventura.

En la vida, casi todo lo que sucede es por casualidad. En el fondo no somos más que simples títeres del azar. Nunca pensé dedicarme a la enseñanza. Lo hice por sugerencia de mi amigo del alma. Todo lo hacíamos juntos desde que teníamos trece años. No tuvo que hacer grandes esfuerzos para convencerme de hacer aquellas oposiciones. Él murió hace pocos años de cáncer de pulmón, siendo, como yo, profesor de administración de empresas. Así recalé en el Instituto de Formación Profesional número dos de Ceuta (así se llamaba). Entré por primera vez en una clase de adolescentes a los veintiséis años de edad. Casi me confundía con ellos. Fui el tutor de un excelente grupo de alumnos y alumnas cuyos nombres recuerdo perfectamente, y a los que aún sigo viendo con asiduidad. Una de ellas es mi esposa.

Descubrí una vocación oculta. Quizá por reacción instintiva al ambiente docente que siempre se respiró en mi casa (mi padre y mi madre eran profesores), la deseché inicialmente de manera inconsciente. Me entusiasmó. No existe un placer mayor que educar. Desde aquel instante comprendí que ahí estaba una parte fundamental de mi vida. Me entregué con la pasión que intento imprimir en cada tarea que emprendo. Junto a un grupo de compañeros y compañeras inolvidables trabajamos, pletóricos de ilusión, para poner en marcha un proyecto educativo basado en una idea tan sencilla como fecunda: para educar es esencial establecer un fuerte vínculo afectivo con el discente, y crear un ambiente de respeto, estímulo y seguridad para el docente. Durante tres décadas han pasado por aquel centro miles de alumnos y alumnas y centenares de profesores y profesoras.

Es imposible resumir tan incontenible caudal de vivencias, experiencias y emociones. Evidentemente, no todas buenas. Un centro docente de adolescentes es un hervidero de sensaciones que se suceden y superponen vertiginosamente de manera imprevisible. El profesorado nunca es homogéneo. Cada cual entiende la educación y el funcionamiento de un centro de manera distinta. Por ello es imposible acertar siempre en la gestión de tan complejo espacio de convivencia. La educación es una labor muy difícil y fatigosa. No es fácil disponer todos los días de la fortaleza mental suficiente para enfrentarse a las mil y una vicisitudes que se producen en cada una de las clases. Llegamos a final de curso siempre exhaustos. Es en ese momento, cuando las miradas de agradecimiento de los alumnos transmutan el cansancio en alegría y satisfacción. Los jóvenes son parcos en palabras. Pero sus miradas son tan elocuentes que las hacen innecesarias. Y entonces nuestro trabajo cobra todo su sentido.

Esto ha sido así, invariablemente, durante treinta años. Nunca sabré cuáles han sido las razones de haber contado con tan formidable compañía. Forma parte del destino inescrutable de los seres humanos que terminamos llamando “suerte”. La unanimidad no existe. Durante este tiempo también he compartido claustro con personas que discrepaban de mi forma de hacer las cosas. Quizá no hayamos sido figuras sobresalientes en el ámbito de la pedagogía; pero visto en su conjunto, el Claustro del Puertas del Campo ha sido magnífico. El sentido del deber, el compromiso con la enseñanza, el cariño profesado a todos y cada uno de los alumnos, la solidaridad, el compañerismo y la entrega, han sido ejemplares. Una experiencia inigualable. Un Claustro que se ha caracterizado, siempre, por trabajar con una sonrisa. Una sonrisa contagiosa, que rezumaba ilusión y transmitía fuerza. Y que los alumnos captaban con intuitiva sutileza. Todos sabían que estábamos allí para ellos, que los queríamos y estábamos dispuestos a dejarnos la piel por ellos. A pesar de todo, de los reveses de la vida que cada uno sufre en silencio, de las frustraciones que te golpean duro cuando nadie te ve, de la amargura que te secuestra por momentos, siempre, el Claustro del IES Puertas del Campo recibía a sus alumnos cada mañana con una enorme sonrisa que todo lo iluminaba.

Ya no dirigiré más el IES Puertas del Campo. Así lo han decidido un pequeño grupo de seres mediocres y mezquinos, de corazón diminuto, incapaces de comprender el valor de una sonrisa. Piensan que han conseguido hacerme daño. ¡Pobres diablos! No entienden nada. Son vidas huecas perfectamente prescindibles que se sostienen en una lucha contra ellos mismos para superar su enfermizo complejo de inferioridad. Es imposible que me puedan arrebatar el estado de felicidad que he disfrutado en mi instituto. Siempre que lo evoque, me envolverá un indescriptible mosaico de infinitas miradas y sonrisas que han hecho que todo valga la pena. Cuando supimos que nos apartaban de la dirección del centro, un compañero me envió un precioso proverbio congoleño: “Las huellas de las personas que caminaron juntas nunca se borran”. Gracias a todos por haber dejado tantas huellas en mi vida.