- lunes 29 abril 2024
Este actor y humorista se enamoró de Menorca desde el primer momento, y dice que es una isla para encontrarse a uno mismo.
-¿Con qué proyecto está ahora entre manos?
-Llevo tres años con la obra «Una pareja de miedo», con la que sigo de gira, que terminaré en Barcelona en Navidad. Y estoy preparando mi próximo proyecto, una comedia clásica muy divertida.
-Veranea desde hace 30 años en Menorca, ¿por qué elige esta isla?
-Caí ahí para hacer un bolo y me enamoré de ella en cuanto la pisé. Es un lugar que te atrapa, y desde entonces voy cada año. Menorca es una isla para relajarte. El tiempo se para. De hecho, el tiempo cunde más en Menorca.
-De sus playas, que son paradisíacas, ¿cuál es su favorita?
-Me encanta donde yo vivo, Son Saura, en el norte: una cala muy grande, donde el mar entra ya muy tranquilo. Tiene el tamaño suficiente para no ser una playa gigante ni de mar abierto, pero tampoco es una cala pequeña. Es todo arena y muy confortable. Desde ella diviso el mar abierto, lo cual me relaja muchísimo. Mi terraza es mi rincón preferido.
-Además de la playa, ¿qué sitios recomendaría conocer?
-Mahón y Ciudadela. Mahón es pequeña y con muchísimo sabor anglosajón, con calles estrechas, muy blanquita, con las contraventanas y puertas de las casas en verde y negro. Muy bonita, limpia y cuidada. Hay que recorrerla andando y descubrir sus rincones. Ciudadela tiene también rincones bellísimos por la parte antigua de la catedral. Los atardeceres son maravillosos. Y hay que ir a cenar a los puertos de ambas ciudades.
-¿Qué tal se come allí?
-Bien, tiene platos típicos como el gallo de San Pedro, al horno, muy rico, o las berenjenas rellenas.
-¿Cómo se viven las fiestas de San Juan en Menorca?
-El caballo es el protagonista. Es una raza autóctona menorquina, muy fuerte y alto. Entran en la plaza con las patas delanteras sin apoyar. Se bebe pomada, ginebra con limonada. ¡Solo puedo decir cosas buenas de Menorca!
Nunca me he sentido «tan en una isla» como en Menorca. Y no me refiero a sufrir la típica sensación de limitación espacial, que algunos incluso califican como claustrofóbica, sino al hecho de tener la certeza de estar rodeados de mar y, si me apuran, a merced de él. No entendí cuál era el motivo de esta impresión hasta que, llegada la noche, comprendí que la ausencia casi absoluta de montañas –el principal rasgo diferencial con sus hermanas baleares– era lo que provocaba la ensoñación de que cielo y agua se funden en uno solo y que la isla levita, y nosotros con ella, entre dos mares, uno salado y profundo, el otro infinito y cuajado de estrellas.
Objeto de deseo
Antes de iniciar mi viaje, la mayor parte de la información que había recabado en guías y páginas web hacía hincapié, sobre todo, en la cantidad y calidad de las calas que salpican los 216 kilómetros de litoral que tiene Menorca. Pero yo intuía que un lugar que desde la antigüedad fue objeto de deseo de fenicios, griegos, romanos, cartagineses, árabes, turcos, ingleses y franceses tenía que guardar más y mayores tesoros.
La primera constatación de esta realidad la obtuve en Mahón, mientras navegaba por los cinco kilómetros de su dársena, y al enterarme de que, si no fuera poco su impresionante longitud, también es el segundo puerto natural más profundo del mundo, sólo superado por el de Pearl Harbor. Pasear por las calles de Mahón-Maó, como allí gusta llamarle, es entender su pasado colonialista británico, que la llevó a ser nombrada, a principios del siglo XVIII, capital de la isla, en detrimento de Ciudadela. No podemos decir que Mahón sea una ciudad monumental; pese a ello, ese aire colonial tan acusado –apreciable en muchas fachadas adornadas con balcones y ventanas de guillotina– le confieren un aspecto elegante y distinguido que contagia al carácter de sus vecinos.
En la isla me cuentan que pocas ciudades tan próximas como Mahón y Ciudadela se han sentido tan lejanas. Los escasos 50 Km que las separan se hacen inmensos si atendemos a una rivalidad atávica que llegó hasta el punto de no prestarse auxilio mutuo en sendos saqueos por parte de piratas. En Ciudadela –Ciutadella, en menorquín– sí encontramos ese carácter monumental que echamos en falta en Mahón y que le ha hecho ser merecedora del título de Monumento Histórico-Artístico, gracias a sus numerosas casas palacio y a joyas como la catedral gótica, plagada de inquietantes gárgolas. Si Mahón representa el triunfo de la clase media y la apuesta por el comercio y la modernidad, Ciudadela se aferra a un pasado esplendoroso y aristocrático cargado de tradiciones centenarias transferidas con orgullo de generación en generación.
Piedras y viento
Muchas son las leyendas que he escuchado o leído sobre la Nura de los fenicios, Melusa para los griegos. Algunas hacen mención a su temible viento, la tramontana, del que se dice tiene un poder hipnótico que atrapa la voluntad del visitante y le obliga a quedarse allí para siempre. Pero los mayores enigmas están relacionados con la piedra, ya que hay pocos lugares en el mundo que puedan presumir de una riqueza megalítica con tantos vestigios arqueológicos como los que aquí encontramos.
Todo tiene su origen en torno al año 1400 a. de C. cuando una cultura casi desconocida, los talayotes, se asentaron en gran parte de las Baleares y construyeron moradas y templos a base de grandes piedras. Si bien algunas de estas construcciones encuentran semejanzas con otros distribuidos por Inglaterra o Francia, aquí encontramos un monumento único en el mundo, la taula. Por toda la isla podemos descubrir casi 30 taulas, compuestas por dos grandes losas labradas y colocadas en forma de T, alguna de ellas con una altura que supera los 4 metros y las 20 toneladas de peso. Aunque nadie ha sabido explicar fehacientemente el uso o significado de estas «grandes mesas» –taula significa mesa en menorquín– lo más probable es que fueran parte primordial del edificio sagrado talayótico, posiblemente su altar o lugar de sacrificios.