Mientras miraba por la ventana del hospital la bocana del puerto, con su trasegar de naves que desplazan pasaje atiborrado del norte rico al paupérrimo sur, relajado Juan porque Raquel me había traído el portátil y así poder mitigar la ansiedad que me invade en los recintos hospitalarios; en ese momento Juan (que hoy tendrás que cambiar el jugoso líquido de ambrosía por un triste y solitario zumo de tomate, dada mi convalecencia) pasó también por mi mente la odisea de tener que verse forzado a hospitalizarse en Ceuta. Integrase, de golpe y porrazo, con la panoplia de debilidades que abordan al que se pone enfermo, en la realidad pura y dura del ‘tercer mundo’.

 

¡Leche! No te rías; no puedes imaginar la angustia que te supone recibir, de golpe y porrazo, esa realidad que se tira por el sumidero de los retretes de los despachos oficiales y sale ‘escopetada’ por la cloaca de la sanidad pública, especialmente en ese eufemismo operativo que llaman ‘urgencias’; un lugar, Juan, en donde las personas (sí, he dicho personas, concepto que se ha escapado del diccionario particular de muchos responsables de este derecho público) llegan al límite mismo de su debilidad.

Juan ¿te imaginas un hospital en el Pirineo leridano con las habitaciones sin calefacción? Pues en el norte de África, en Ceuta, la mayoría de los habitáculos para los enfermos no tienen aire acondicionado, a lo que hay que sumarle que donde albergaban dos ahora hay tres camas y los respectivos acompañantes: el camarote de los hermanos Marx.

Ya, lo sé, hay algunos buenos profesionales, pero la signatura de psicología hospitalaria (permíteme el invento) la suspenden un alto porcentaje de ellos; quizás aturdidos por el exceso de trabajo y por las paupérrimas condiciones en las que tienen que desempeñar su labor. Y es que un enfermo necesita, además de lo estrictamente terapéutico, mimos, cariño adicional, como el que tú me das a mi Juan cuando llego cabizbajo para asirme a tu Bloody Mary y, aunque sea tu trabajo, haces por que parezca (o sea en realidad) un gesto emocional; a ello suman esa característica de status de poder que se desarrolla cuando se acapara la información y ésta se manipula y hace fluctuar la propia animosidad del que se encuentra encamado. No obstante, esta deficiencia afectiva es endógena en la clase sanitaria “es que se ponen muy pesados” he oído espetar espeluznado en varias ocasiones, no te olvides Juan que la que me parió era de este oficio.

Ponme otro ‘sin’ de estos y en detrimento de celestial Bloody te seguiré dando el coñazo, al fin y al cabo Juan para eso están los camareros-amigos, tendré que soltar toda esta hiel que me come por dentro, y que me he creado viendo tan de cerca esta sinrazón política, administrativa y humana. Además, Juan, estamos hablando de un servicio público, que sale de la ‘pasta’ de todos nosotros; un mal servicio que, seguro, te ha tocado sufrir en alguna ocasión. Por eso me pone frenético la chulería de los responsables políticos (a la postre la Dirección Provincial del Ingesa), tan por encima del mal y del bien, resbalándole cualquier tipo de crítica y mintiendo descaradamente cuando hablan de infraestructuras, o haciendo abuso electoral de un nuevo hospital que parece el negro bailón sobre el calendario, y que nunca cae en la fecha que le corresponde. Al Ingesa, eso es lo que parece y perdóname por la vulgaridad: se la sudamos.

Pasean gerifaltes de Madrid por salas preparadas para esa visita; acomodan un amplio y acondicionado (con aire) espacio para la dirección médica en el propio hospital donde un piso más arriba sudan la gota gorda los que están pasándolas canutas por una enfermedad que les ha llevado al ‘siniestro’ edificio; y amontonan sin pudor camas en cuartos descascarillados con mobiliario de hierro oxidado y suciedad estética.

Así las cosas Juan, los buenos oficiantes de la sanidad ceutí (que hay, afortunadamente una buena lista) se van ‘quemando’ en el achicharrero burocrático que castiga inexorablemente a los usuarios, que en su hartazgo de sufrir ya ni les denuncian aunque la inmensa mayoría coincida en ver la indignidad de la situación. Juan, Juanico, estamos abandonados a la suerte, volveré a los Bloody Mary, éste es el único espacio realmente saludable.