En el aniversario de nuestra ley de leyes, nada mejor que hablar con un poco de profundidad sobre algunas de las bases que asientan eso que nos hemos puesto de acuerdo en denominar “sistema democrático”. Vamos a ello.

Hoy día, apenas hay discusión acerca de la influencia de Montesquieu en la historia del pensamiento político y la estructura de las democracias modernas. El acuerdo a la hora de considerar la teoría de la separación de poderes del pensador francés, expresada en su obra “El espíritu de las leyes”, como una de las principales e irrenunciables características de las que debe dotarse todo Estado de derecho digno de este nombre es generalizado.

La separación de poderes de Montesquieu nos enseña que si, en oposición al absolutismo, queremos alcanzar una sociedad en la que verdaderamente primen las leyes democráticas sobre el egoísmo individual, los poderes del estado (legislativo, ejecutivo, judicial) deben estar diferenciados, haciendo de contrapeso unos de otros y evitando así que aquel que hace las leyes sea el mismo que las lleve a cabo. El objetivo es claro: que todo el mundo esté sometido a la ley, es decir, que nadie tenga tanto poder como para estar por encima de las leyes. Sin separación de poderes no puede haber democracia. Sin igualdad ante la ley no hay Estado de Derecho.

Partiendo de esta base, en apariencia obvia, cabría preguntarse si aquellos que defienden el actual estado de las cosas consideran que España, hoy por hoy, es realmente un Estado de Derecho. Mi inquietud, mi duda, viene dada por una afirmación bastante oída en los últimos meses, tanto en platós de televisión como a pie de calle: “Si les haces pagar impuestos, las grandes fortunas se van”. Decir esto implica afirmar que España no es un Estado de Derecho. Explicaré por qué.

Tal vez sea verdad. Es posible que sea cierto eso de que las grandes compañías se irían del país antes de cumplir lo que dicta la Constitución. Ahora bien, si asumimos esto como algo normal estaremos asumiendo que es normal que exista una élite por encima de las leyes, estaremos asumiendo como algo natural la existencia de un limbo jurídico para los poderosos, que los poderosos no se sometan a la voluntad popular, a la ley. Estaremos asumiendo que no existe Estado de Derecho y que los poderes del estado, en lugar de hacer cumplir la voluntad colectiva, tienen como única función la de no molestar al poder económico. La política, los jueces y la policía serían, pues, instituciones y órganos impotentes, carentes de funciones democráticas reales.

Ante tal tesitura, por tanto, existen dos opciones: por un lado, asumir que no debemos vivir en un estado de derecho y que esto “es lo que hay”. Por el otro, intentar construirlo, intentar construir un estado en el que todos, independientemente de nuestra cuenta corriente, estemos sometidos de igual manera al imperio de la ley. Tal vez la segunda opción implique más esfuerzo. Pero si de verdad pretendemos vivir en una democracia no nos queda otra.