La ministra de Defensa presume de pacifismo y seguro que se adhiere a la doctrina de su predecesor, según la cual el ejército está para morir pero no para matar. En otras palabras, el Ejército español arriesga la vida de los suyos, pero no la de los enemigos. Así ha quedado claro desde el primer momento en el caso del último secuestro en el Índico: el Ejército no defiende a los españoles. Se hacen otras muchas cosas. Se lanza la idea de que la nación es algo discutible, con lo que se corroe la solidaridad entre españoles y se anestesia a la opinión pública ante un caso como éste. También se anteponen las consideraciones personales a cualquier sentido de lo público, como han hecho Garzón y sus colegas de la Audiencia Nacional. Se proclama que el diálogo es el único camino para la paz. Y a las víctimas de la violencia y a sus familias se las ningunea. Al final, siempre se acaba igual: negociando con los terroristas y con los piratas. Existen alternativas. Lo demostró Francia, que liberó a sus rehenes. Lo mismo hizo Estados Unidos con el «Maersk Alabama». El resultado es que en aguas del Índico faenan los barcos de los países que se defienden y están secuestrados los marineros de los países que pagan a los secuestradores. No hace falta mucha imaginación para saber qué suerte van a correr los marineros de un país sin consideración de nación, como el nuestro, y que ni siquiera a sí mismo se respeta. El asunto acabará minando la base del sistema político. ¿De qué sirve pagar impuestos si los políticos, los jueces y los militares se ocupan sobre todo de cuidar de nuestros enemigos? ¿Quién se sentirá representado por un sistema tan absurdo? Sólo queda preguntarse si esto es el efecto inadvertido de la incompetencia o el resultado premeditado de una política que busca precisamente eso, la deslegitimación del régimen democrático español.