unca le pregunté a Juan por qué le gustaría que le recordaran. Nunca es buen momento para hacerse esa pregunta cuando la vida asoma a los ojos aunque el reloj ya se haya descolgado... y menos aún cuando el reloj se ha descolgado de la pared en la irremediable y repentina cuenta atrás. No sé qué pesaría más en su corazón, si las glorias del ruedo o sus vueltas a España como crítico taurino de los últimos años, pero me consta que fue feliz. Torero nació y una cornada en su Sevilla natal en el 53 acabó por llevarle la muerte muchos años después, recién cumplidos los 78. Una transfusión de sangre le salvó la vida tras una gravísima cornada en la ingle, pero le dejó una hepatitis para siempre. Una enfermedad que degeneró en el tiempo y sobrevino la maldición del cáncer para llevarse a mi amigo Juanito Posada en apenas unos meses.
A pesar de estar malherido quiso mantenerse Juan en pie de guerra y en el mes de julio firmó su última crónica de Pamplona en esta casa donde ha habitado durante diez años. En este tiempo supo engañarnos con el sueño de su recuperación y llevar por dentro el dolor de la incertidumbre. ¡Cuántas horas hablamos y cuántas palabras de aliento! Nunca creí que te fueras Juan. Una década de duro trabajo dejamos atrás y complicidad maravillosa en el estresante trabajo de cierres al límite. La sección de toros siempre cerrará la última, «qué quieren», decía Juan, sin perder los nervios. Juan era un casta, lo fue de siempre y hasta el final. Un genio que atropellaba la razón pero se deshacía ante la humanidad de los demás. Juan era único. Arrebatado y con carácter. Temperamental. Un grande. Un genio loco con ocho hijos, 21 nietos, una biznieta, y casado en segundas nupcias con su mujer Marga desde hace 31 años. Un pareja inseparable.
Antes que nada, por encima de todas las cosas, Juan se sabía torero. Lo llevaba a gala pasados los 70 años sólo con verle los andares. Un hombre que bebió de la fuente de otro Juan, esta vez Belmonte. Si en el 47, el año que murió Manolete, se atavió de luces por primera vez, llegaría después una carrera intensa para un Posada con personalidad. Toreó mucho de novillero y tuvo lugar en el 51 aquel día histórico en el que a Juan Posada le llevaron las dos orejas del toro a la enfermería de Las Ventas sin haber entrado a matar siquiera. Nunca antes ni después volvió a ocurrir en Madrid. La pasión desatada en los tendidos no se pudo contener ni en la catedral del toreo convirtiéndose en un hito. Un año después se hizo matador de toros y el 20 de mayo salió a hombros de Madrid. Un extenso currículum en los ruedos que se cerró en el 56 una vez que las cosas dejaron de rodar y Juan tuvo claro que lo suyo no eran las mediocridades.
Una nueva vida
Se vio Posada retirado de las plazas y a los 45 años, retratándose a sí mismo, se licenció en la Universidad Complutense de Madrid de la carrera de Ciencias de la Información. Primer matador de toros que lo lograba. Una nueva vida le deparaba. Durante algunos años ejerció en Diario 16, Radio Nacional de España y colaboró con otros medios como «Interviú» o «El Independiente», «El Diario de Navarra», «El Diario Montañés» y escribió múltiples libros como «De Paquiro a Paula». Pero su casa fue ésta, LA RAZÓN. Con este medio por bandera recorrió España de arriba a abajo de feria en feria. Amaba la profesión y aún en estos meses en los que la enfermedad le tenía postrado en la cama, seguía el curso de la temporada por la televisión y comentábamos cómo había estado un torero o cómo le había gustado un toro.
En los últimos años, su nieto Ambel Posada le había devuelto la satisfacción y los quebraderos de cabeza de esta profesión tan dura y, aunque nunca lo reconocería a las claras, creía en él. Guardaba un capítulo entero de ilusiones para el nuevo Posada y un dolor inmenso para las injusticias y las trampas que rodean al planeta de los toros. Era el abuelo del torero y hay lazos que van más allá de la bendita locura. Ayer Juan nos abandonó para siempre a esa placidez de su arraigada creencia cristiana.
Sevillano de nacimiento, se crió en Huelva y vivió en Madrid, mas ha elegido las vistas del Sardinero de Santander para reposar la paz eterna. Esta sección queda huérfana por dentro y el vacío es inmenso. Las conversaciones se amontonan en un camino hiriente de recuerdos. Querido Juan, mi amigo, maestro, no cabe en estas páginas diez años vividos, pero gracias por todos y cada uno de ellos. Cómo duele esto, no sé quién me esperará mañana al otro lado del teléfono...